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Más sobre Tierras de España, de Antonio Machado

(Carta a Víctor García de la Concha)

 

Jordi Doménech

 

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Estimado amigo:

Me preguntaba Álvarez-Ude, de su parte, si había escrito algo más. No, no he escrito nada más. El artículo «Sobre la publicación de Campos de Castilla» (Ínsula, 594, junio 1996) de momento no tiene continuación. El motivo es que desentrañar por qué fracasó —si es que fracasó— Tierras de España no es nada fácil, en primer lugar por la falta de materiales sobre los que establecer una hipótesis mínimamente plausible. Quizá cuando se publiquen —si es que se publican— los cuadernos inéditos de Antonio Machado que hay en danza (por lo menos hay dos o tres), podamos plantear mejor este problema.

Del proyectado libro Tierras de España no sabemos más que el título, ésa es la verdad. ¿Se puede hacer crítica de un libro inexistente? Ciertamente, no. Para hacer crítica de un libro hay que medirlo —siguiendo a Machado— con el propósito que pretendía su autor. Y establecer qué se proponía Machado con Tierras de España es prácticamente imposible de determinar. Sin embargo, hasta donde he alcanzado —y lo digo de modo particular e informal—, de Tierras de España (en adelante, TE) puede decirse lo siguiente:

1)  Hay dos materiales que presumiblemente iban destinados a formar parte de TE: «La tierra de Alvargonzález» y «Gentes de mi tierra» (este texto publicado en dos versiones con los títulos «Casares» y «Perico Lija»). De ambos, sólo «LTdA» alcanzó una forma acabada, mientras que «Gentes de mi tierra» no pasó de prosa, sin que lo elaborara poéticamente Machado (qué forma poética habría dado Machado a «Gentes de mi tierra» es imposible saberlo, pero hay que observar que no necesariamente había de ser el romance: a mí me gusta pensar que Antonio Machado habría elegido alguna forma —romance o no— que nos recordara el siglo XIX, al estilo de Espronceda, por poner un grato ejemplo).

«Gentes de mi tierra» ha pasado inadvertido por la crítica, considerado como un simple cuento, casi un entretenimiento, de Machado. Pero tiene algo en común con «LTdA»: ambos intentan captar algo «esencial» (en terminología de Machado) de España. «LTdA» retrata la España rural, el campo, la España «profunda». «Gentes de mi tierra» trata de captar un tema y problema recurrente en la historia reciente de España, el cual los historiadores han intentado expresar de distintas maneras, y que el propio Machado —o, mejor dicho, sus lectores— han estereotipado con el cliché de las «dos Españas».

2)  A la vista de lo dicho, ¿qué pretendía, entonces, Antonio Machado con TE? En mi opinión, creo que TE quería ser una especie de «retablo» de la España contemporánea. Pero la concepción de la historia —y por ende de TE— de Antonio Machado es distinta por ejemplo de la de un Pérez Galdós o incluso de un Valle-Inclán. En los Episodios de Galdós, e incluso en El ruedo ibérico de Valle, subyace un concepto lineal de la historia. Nada de eso tiene que ver con TE. La historia para Machado es presente, y el «pasado» —como el «futuro»— sólo tiene sentido en cuanto está presente («Hoy es siempre todavía», etc.). Por poner un símil, geométricamente TE se asemejaría a un poliedro de x caras (más que a una línea con un origen, etc.). Conocemos dos caras o facetas de ese poliedro («La tierra de Alvargonzález» y «Gentes de mi tierra»), pero no sabemos cuántas facetas habría tenido TE de haberlo llevado a cabo Machado, aunque el hecho de que se diera cuatro o cinco años para terminar el libro nos hace suponer que planeaba un proyecto de mucha envergadura.

Cada faceta o cara del poliedro de TE es un aspecto «esencial» (o «histórico» si se quiere, pero presente: esto es importante) de la España contemporánea; en conjunto esbozarían ese «retablo» que digo. Esto en cuanto al propósito de Tierras de España. Pero hay más.

3)  Machado dijo en repetidas ocasiones que proyectaba escribir un nuevo Romancero, y matizó de varias distintas maneras esa idea. Es claro que —como él mismo afirmó en alguna ocasión— no pretendía ni resucitar el antiguo Romancero ni emularlo con un nueva versión «moderna». Aquí hay que desentrañar un aspecto muy sutil: ¿qué entendía, pues, Antonio Machado por escribir un «nuevo Romancero»? No he estudiado este punto en absoluto, pero creo que hay que conectar la idea de Machado sobre el Romancero con las concepciones que por las mismas fechas empezaba a difundir Ramón Menéndez Pidal. Rasgo esencial del Romancero —de cualquiera—, en ese sentido, es ser obra colectiva (por más que sea posible identificar a tal o cual nombre como autor de tal composición: colectivo no significa necesariamente «anónimo»). Y en ese punto Machado se encuentra —creo— con un problema quizá insalvable: la imposiblidad de elaborar, uno, una obra que ha de ser necesariamente —por intrínseco propósito— colectiva. Machado se dio cuenta de que escribir unos versos y echarlos a rodar, que vayan de boca en boca, y que salga de ahí el anhelado «romancero», todo eso es muy bonito, pero inviable a la altura de su tiempo. Y lo era —y es— debido a un nuevo problema, inesperado, que entra ahora en escena: la crisis de la literatura o, como él mismo dijo elegantemente en su discurso de ingreso en la Academia, que la «lírica se ha convertido en problema». Y yo diría de manera más brusca y tajante: no es que la literatura (en general, y no sólo la lírica, como planteaba Machado) estuviera en crisis, sino que por aquellas fechas se produce un fenómeno radicalmente nuevo, y es que la literatura muere irreversiblemente —para bien o para mal—, y muere a manos de los medios llamados de comunicación de masas (empezando por el cine y acabando por la TV o Internet en nuestros días). Este problema —con el cual se debatió casi obsesivamente Machado— merece un estudio muy detenido el cual ignoro si se ha hecho y de qué modo. Y, por supuesto, es un tema que no tiene desperdicio y que daría que hablar largo y tendido.

(A mí me gusta poner un ejemplo gráfico cuando hablo de este asunto, y es el siguiente. Es sabido que Azorín, por ejemplo, se levantaba a las tantas de la mañana y se ponía a leer o a escribir. No hizo otra cosa, paseos aparte, en su dilatadísima vida. Hoy, sin embargo, si alguien intentara hacer lo mismo, es decir, levantarse a las tantas de la mañana para ponerse a leer o escribir, y así un día y otro, es seguro que a las pocas semanas —no digo 70 años— iban a internarlo en un psiquiátrico. ¿Es que Azorín —o Baroja, o...— estaba hecho de una pasta distinta a la nuestra? No. Es que la consideración social de la literatura ha cambiado de su tiempo al nuestro. Hoy alguien puede levantarse a las tantas de la mañana, un día y otro, por ejemplo para hacer cine, o TV, o enchufarse a Internet, incluso para ver telenovelas, y no hacer otra cosa y sin que le suceda ningún mal; pero no para leer o escribir. Todo esto, que parece muy claro y hasta obvio, es sin embargo un hecho que habría que explicar. Hoy el «romancero» son (o fueron) las películas de Hollywood, los seriales radiofónicos, las telenovelas, las miniseries televisivas de éxito, el micromundo de las revistas del corazón..., etc. Dicho de otro modo: no sé hasta qué punto los profesionales de las letras guardan un cadáver en el armario, por lo menos desde los años veinte para acá.)

La imposibilidad de resolver este problema —resucitar el cadáver de la literatura, por decirlo en crudo— es el origen inmediato de los apócrifos (mejor dicho, de los «complementarios», que es como habría que llamarlos en propiedad, y «apócrifas» a sus obras, efectivamente). Si el romancero es «objetivamente» inviable, Machado hará «subjetivamente» de sí mismo romancero, o, como él mismo dijo, «folklore» de sí mismo, o «autofolklore».

Los complementarios es algo original. No hay nada que pueda comparársele en la literatura ni pasada ni contemporánea (nada que ver con Pessoa, por ejemplo). El hecho de que sea original es la primera dificultad para su comprensión (precisamente una característica de la originalidad es la dificultad en reconocerla). Sobre los complementarios, evidentemente, puede escribirse un libro, pero no resisto la tentación de apuntar algo que puede parecer un poco chocante: y es que los complementarios, en puridad, no pueden ser más que tres. Machado elaboró dos (Abel Martín y Juan de Mairena, y un tercero —e hizo bien—, Pedro de Zúñiga, se quedó nonato). En este sentido, los complementarios tienen algo asimilable —con todas las reservas, claro— al concepto teológico de la Trinidad, pero con el añadido de una cierta dimensión «temporal»: no se trata sólo de individuos, sino de «sujetos históricos», o «sujetos colectivos», y por tanto queda subsumida en ellos cierta temporalidad. Todo lo real está en un espacio y un tiempo y a Machado le preocupa —y ocupa— lo real. Bueno, basta de excursus.

¿Fracasó Tierras de España, o «se truncó», como dijo Machado (debido a la muerte de Leonor, por ejemplo, etc.)? No lo sabemos, ésa es la verdad. Y los datos de que disponemos no nos permiten decantarnos por una u otra hipótesis. Yo prefiero apostar por la primera, quizá por inclinación particular, pero también porque me cuadran mejor luego otros aspectos posteriores de Machado (los complementarios, por ejemplo). En ese sentido, considerar el fracaso de Tierras de España como origen —aunque sea remoto— de los complementarios, es una hipótesis francamente tentadora.

Eso es todo lo que puedo decir sobre Tierras de España.

Reciba un afectuoso saludo,

Jordi Doménech

 

Artículo publicado en la revista Ínsula, n.º 606, junio 1997, pp. 5-6.
 

Fecha de publicación: 1997


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com