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La teoría poética de Antonio Machado y la tradición romántica

 

Mohamed Abrighach

Universidad Ibnou Zohr
Marruecos

 

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Introducción

A pesar de que alguna vez Antonio Machado haya afirmado que la poesía no fue nunca, para él, tema de reflexión [1], una simple lectura de su obra nos revela que ésta tiene como una de sus manifestaciones más evidentes la conjunción entre teoría y praxis, lírica y poética. En este aspecto, Machado se mantiene en sintonía con una parte de la tradición del pensamiento literario occidental que vinculó la invención poética con la reflexión metapoética. Este hecho lo resalta de forma diáfana al subrayar que «todo poeta debe crearse una metafísica que no necesita exponer, pero que ha de hallarse implícita en su obra» [2].

Esta estética metafísica tiene en la poética romántica una de sus importantes raíces, lo cual lo justifica el propio Antonio Machado por la estima y consideración que tiene del siglo XIX y por la admiración que profesa a Bécquer, amén de la referencia que hace a varios poetas también románticos como Victor Hugo, Lamartine y otros. En este sentido, no nos extraña que un crítico de gran talla como José Luis Cano, considere a Antonio Machado como «un romántico contenido» [3] porque, como diría Octavio Paz, «el modernismo fue nuestro romanticismo» [4]. Dicho romanticismo se afianza de modo acusado en la reflexión estética y filosófica que hace Machado sobre el arte, en general, y la poesía, en particular.

En este artículo vamos a intentar, en la medida de lo posible, resaltar la aludida raigambre romántica de la teoría poética machadiana a través del análisis de la relación que él instaura entre los elementos de estas tres dicotomías: poesía y lenguaje, poesía y música, poesía y sueño.

 

Poesía y lenguaje

La concepción que tienen los románticos del lenguaje poético está íntimamente relacionada con la estética trascendental que defienden: prefieren la esencia, esto es, lo espiritual, lo emocional y lo profundamente universal, sobre la forma, que confunden casi automáticamente con el artificio, la inteligencia, la objetividad y el racionalismo. La forma se convierte en un medio secundario y dúctil que se transforma y transfigura en conformidad con las exigencias de la misma esencia [5].

Tal trascendentalismo teórico condiciona, por un lado, la negación del estilo neoclásico, considerado como poco original, artificioso y pobre en imaginación [6], y por otro, el rechazo de los tropos poéticos como la perífrasis, las hipérboles e incluso las metáforas, las personificaciones y las comparaciones [7], recursos que, al parecer de los románticos, contienen espesas dosis de retórica, encierran ensalzamientos de lindezas formales y sirven para expresar ideas entroncadas con la razón y el pensamineto lógico. Resultado: ninguna relación tienen con lo poético.

En contraposición, propugnan una teoría natural o naturalista del lenguaje abogando por la elementalidad y el primitivismo poéticos. Esto les lleva, en primer lugar, a dar mucha consideración a las nociones de la sencillez, la simplicidad y la espontaneidad expresivas, y en segundo lugar, a exaltar el lenguaje primitivo y popular percibido como encarnación viva de la originalidad y la imaginación poéticas [8].

La visión machadiana de la naturaleza del lenguaje poético se enmarca con pertinencia dentro de la teoría romántica del lenguaje natural. El fundamento esencialista de la estética de Antonio Machado le hace más contenidista, trascendental y enemigo de cualquier tipo de complicación formalista de la poesía. Se autoproclama como «poco sensible a los primores de la forma, a la pulcritud y pulidez del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por su contenido» [9]. Según él, lo poético no puede basarse de modo absoluto en la experimentación formal, y desde luego, no es «la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones» [10]. La técnica poética es despreciable por sí misma, su relevancia debe estribar en servir de trampolín para la irradiación de la intimidad y la emoción y en permitir el adentramiento en las zonas más profundas y subterráneas de la conciencia humana, dado que «imágenes, conceptos, sonidos, nada son por sí mismos; de nada valen en poesía cuando no expresan hondos estados de conciencia» [11]. El signo poético debe evitar así orientarse hacia sí mismo, cultivar los significantes cumpliendo, en exclusiva, con la función poética en su concepción jakopsoniana. En última instancia, el acto poético no es más que «un yunque de constante actividad espiritual» [12]; se apoya en la intuición y no en el intelecto, expresa la temporalidad, el devenir y el ser, porque estos últimos preparan el terreno a la creación lírica para entrar en el espacio de la otredad.

La aversión romántica al estilo neoclásico la mantiene Antonio Machado arremetiendo contra el barroco español. El barroquismo, según él, es tan conceptista como intelectualista. La creatividad de este estilo tiene contornos restringidos; se limita a revelar las ideas fijas o lógicas de la razón manteniéndose muy apartada del ámbito de la temporalidad y de la psique humana. Está más emparentada con la retórica, la artificiosidad formal y el fetichismo verbal, pero nunca con la exploración de la naturaleza, la vida íntima y la intuición irracional:

 
Hoy como ayer el barroco [..] es todavía ingenio y retórica, laberinto de imágenes, maraña de conceptos, actividad estéticamente perversa, que no excluye la moral, pero sí la naturaleza y la vida [13].

Esta idea la corrobora en boca de Juan de Mairena. Para éste, el barroco se presenta como un regreso negativo a las formas más apoéticas del decir literario, lo cual atribuye a la «gran pobreza de intuición», al «culto a lo artificioso y desdeño de lo natural» que caracteriza este estilo y también a «su culto a lo difícil artificial y su ignorancia de las dificultades reales» [14]. Es decir que, según Machado, la apoeticidad del estilo barroco la provoca y mantiene, por una parte, el formalismo ingenioso que exacerba la oscuridad y la dificultad con el fin de conseguir la novedad para asombrar e impresionar, y por otra, el conceptismo intelectual que hace que el pensamiento poético tenga esa especie de «piétinement sur place», volviendo sobre sí mismo, girando en torno a lo fijo y lo definido [15], y distanciándose «de lo íntimo, de lo original, y de lo que brotó espontáneo en nosotros» [16]. Lo poético se halla sólo en el mundo de las ideas y de la trascendencia espiritual, plasmables en exclusiva mediante la intuición y el irracionalismo.

En oposición a este formalismo conceptista, Antonio Machado propone, manteniéndose en perfecta sintonía con la filosofía estética romántica, el naturalismo poético, la elementalidad lírica, la claridad expresiva y el lenguaje popular, elementos que en su conjunto son concebidos como condicionantes fundamentales de la originalidad y garantías de la misma poeticidad.

En opinión del poeta de Soria, la naturaleza es, a la vez, la verdadera fuente de la poesía y el antídoto del arte. Según Juan de Mairena, «en las épocas en que el arte es realmente creador no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiendo por naturaleza todo lo que no es arte» [17].

Por consecuencia, la lengua poética tiene que eludir inexorablemente el artificio, la verbosidad superficial y apostar, a todo precio, por lo natural. La naturaleza es la fuente más original y primigenia del lirismo poético en general. La naturalidad de las formas poéticas se trasparenta en la expresión verbal mediante el uso de la palabra justa, directa, espontánea y elegantemente clara. En esto insiste Antonio Machado con harta frecuencia, tal como constatamos en estas siguientes citas:

 

... el encanto inefable de la poesía [..] se da en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice. ¿Naturalidad? [...] Naturaleza es sólo un alfabeto de la lengua poética. Pero ¿hay otro mejor? Lo natural suele ser en poesía lo bien dicho, y, en general, la solución más elegante del problema de la expresión [18].

Lo bien dicho me seduce sólo cuando dice algo interesante, y la palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada. Amo a la naturaleza, y al arte sólo cuando me la representa o evoca [19].

Silenciar los nombres directos de las cosas, cuando las cosas tienen nombres directos, ¡qué estupidez! [20].

La importancia que reviste la idea del naturalismo poético dentro de la teoría machadiana es la que justifica por qué nuestro poeta se sirve de ella como criterio de valoración de la poesía de sus antecesores y contemporáneos. Es ella misma la que le lleva a admirar elogiando la poesía tanto de Bécquer, por ser «tan clara y transparente, [y] donde todo parece escrito para ser entendido» [21], y de Gerardo Diego, que tiene, aparte de verdaderos prodigios de técnica, «una sana nostalgia de elementalidad lírica, de retorno a la inspiración popular» [22], como la de Moreno Villa, que se apoya en «decir lo más posible y del modo directo y más sencillo» [23]. La concepción formalista de una parte del modernismo, de las vanguardias y de la generación del 27 no convence a Antonio Machado. Lucha contra ella con convencida militancia literaria.

Más aún, el naturalismo poético es, para nuestro poeta, incompatible con el hermetismo y la oscuridad. La corrección de la obra poética es inaceptable porque ella deforma y deslustra lo original y lo espontáneo de la creación poética, además de que se corrige por conceptos y no por intuición:

 

Es muy frecuente —casi la regla— que el poeta eche a perder su obra al corregirla. La explicación es fácil: se crea por intuiciones; se corrige por juicios, por relaciones entre conceptos. Los conceptos son de todos y se nos imponen desde fuera en el lenguaje aprendido; las intuiciones son siempre nuestras. Juzgarnos o corregirnos, supone aplicar la medida ajena al paño propio. Y al par que entramos en razón y nos ponemos de acuerdo con los demás, nos apartamos de nosotros mismos; cuantas líneas enmendamos para fuera, son otras tantas deformaciones de lo íntimo, de lo original, de lo que brotó espontáneo en nosotros [24].

Otro tanto podría decirse de la obscuridad y el uso de los enigmas en poesía. Estos fenómenos no son de confección humana, no tienen raigambre en la temporalidad, puesto que no son nada más que atributos inherentes a la inteligencia que se solaza jugando con los conceptos fijos o claros enturbiándolos sin otra necesidad que la de conseguir la novedad artificiosa y la complicación formal, de índole preciosista. Así es como lo subraya con meridiana claridad Antonio Machado:

 

Crear enigmas artificialmente es algo tan imposible como alcanzar las verdades absolutas […] los enigmas no son de confección humana: la realidad los pone y, allí donde están, los buscará la mente reflexiva con el ánimo de penetrarlos, no de recrearse en ellos. Sólo un espíritu trivial, una inteligencia limitada al radio de la sensación, puede recrearse enturbiando conceptos con metáforas, creando obscuridades por la supresión de los nexos lógicos, trasegando el pensamiento vulgar para cambiarle los odres sin mejorarle de contenido [25].

En opinión de Machado, jugar por puro ornamento formal con los conceptos mediante desvíos, tropos poéticos y metáforas es muy apoético, por no decir antipoético, puesto que «las metáforas no son nada por sí mismas. No tienen otro valor que el de un medio de expresión indirecto de lo que carece el lenguaje ómnibus de expresión directa» [26].

Entonces, la expresión tropológica no surge para hacer acrobacias verbales y oscuridades formales indicando artificiosamente los conceptos, sino que nace por necesidad en razón de la pobreza o la incapacidad del lenguaje cotidiano y social para dar cuerpo a significados intuitivos. Viene para suplir las insuficiencias del lenguaje humano, no por razones de formalismo, sino solamente por imperativo gnoseológico. Así, a su parecer:

 

En la lírica, imágenes y metáforas serán, pues, de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos, que requiere la expresión de lo intuitivo, pero nunca para revestir lo genérico y convencional [27].

En una palabra, añade a continuación, «los buenos poetas son parcos en metáforas» [28] porque «las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todos» [29]. Machado siente poca simpatía por las metáforas porque el uso abusivo de ellas las desprovee de su función filosófica de conocimiento de la realidad, convirtiéndolas en meros mecanismos lúdico-formales que no aspiran más que a innovar a toda costa y a sorprender al lector.

La identificación que hace Machado del naturalismo poético con la sencillez y la expresión directa, clara y espontánea le conduce, por consecuencia, a tener cierta fascinación por lo popular, la lengua hablada y el folklore. Para él, al igual que para los románticos, la lengua del pueblo, de las coplas, de los romances y, en general, del folklore, es una lengua vivamente poética porque está repleta de creatividad y de imaginación temporal que rezuma intuiciones, emociones e intensa subjetividad. A su juicio, «entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la pureza y el más acusado relieve en el alma popular» [30].

En este sentido, las frases más vulgares del habla popular suelen ser, por paradoja, tan cargadas de significado emocional y de contenido intuitivo. Juan de Mairena aconseja a sus alumnos tomar en cuenta esta realidad recomendándoles fijarse muy bien en las expresiones verbales escritas por el pueblo:

 

Meditad preferentemente sobre las frases más vulgares, que suelen ser las más ricas de contenido. Reparad en ésta, tan cordial y benévola: «Me alegro de verte bueno» y en esta de carácter metafísico: «¿Adónde vamos a parar?» Y en estotra, tan ingenuamente blasfematoria: «Por allí nos espere muchos años». Habéis de ahondar en las frases hechas antes de pretender hacer otras mejores [31].

Conforme lo anterior, Antonio Machado llega a subrayar que la originalidad imaginativa de la obra de Cervantes se debe al saber popular y al folklore. Este último es visto como un manantial fundamental para la inspiración y la creatividad poéticas porque «fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos» [32]. Lo mismo reitera, en otra ocasión, con más claridad, cuando afirma que el conjunto de la obra cervantina fue posible por la asimilación del propio Cervantes de la conciencia popular a través del romancero y la paraliteratura caballeresca:

 

Es muy posible —decía Mairena— que sin el libro de caballerías y sin romances viejos que parodiar, Cervantes no hubiese escrito su Quijote […]. Sin la asimilación y el dominio de una lengua madura de ciencia y conciencia popular, ni la obra inmortal ni nada equivalente pudo escribirse [33].

La originalidad del lenguaje popular, de vertiente folklórica, es una realidad tan evidente porque, según el escritor apócrifo machadiano Juan de Mairena, «en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería» [34]. El mismo Machado no averigua cosa distinta cuando autoproclama:

 

En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular [35].

La identificación del folklore con la poesía la hace Machado con imprevista contundencia. Esta es la razón que le lleva a preferir una enunciación paradójica de un gitano a la de Calderón de la Barca. Si la paradoja de este último es vista como «dogmática y rotunda, cínicamente engastada entre silogismos» [36], la del gitano cañí es «la popular, más graciosa y sutil, que ni siquiera parece paradójica [...] es la más poética» [37]. Esta apología de lo popular lleva a Antonio Machado, en última instancia, a concluir que el poeta, en general, no es nada más que un folklorista a su manera, y un creador impasible de canciones populares sin incurrir nunca en el pastiche de lo popular [38].

El igualar el lenguaje poético con el lenguaje popular no lo mantiene Machado para instaurar una semejanza total entre ambos. Esta equivalencia no es del todo de índole verbal, lexicográfica o gramatical, sino solamente psicológico-genética. Coinciden en su capacidad innata de sintetismo natural, a base de la forma directa, espontánea y original de producir las imágenes intuitivas, las emociones y los valores de la experiencia vital, inmersa en la temporalidad.

Los puentes que tiende Antonio Machado entre lo poético y lo popular, lo sencillo, lo espontáneo y lo natural son, otra vez más, de inequívoca raigambre romántica. En primer lugar, tiene relación con la concepción primitivista del lenguaje, que gira en torno de una idea fundamental, a saber, la inseparabilidad genética desde tiempos inmemoriales entre la poesía y el lenguaje, por haber entre ellos una relación de isomorfismo innegable. Y en segundo lugar, tiene entronque con la idea de la anterioridad o la supremacía del acto poético sobre el decir poético, de la esencia sobre la forma. El propio Machado, acorde con Bécquer, piensa que la lengua poética, como expresión verbal, no es nada más que la exteriorización de la materia poética que preexiste al signo poético. Para él, que es un poeta idealista y neoplatónico en clave filosófica, el decir poético sirve como estribo para dar forma a esta «poesía de la poesía». Las palabras siguientes lo subrayan sobremanera:

 

En las épocas en que el arte es realmente creador —dice Mairena— no vuelve nunca la espalda a la naturaleza [...] Porque si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser —¡claro está!— el arte mismo [39].

Según se colige de esta cita, el mundo de las ideas, diríase de las esencias e intuiciones, es anterior y superiormente poético al de las formas, de lo racional y de los conceptos fijos. Con esta aseveración, Antonio Machado no hace más que afianzar su estética trascendental anclándola dentro de la tradición occidental del idealismo, de signo neoplatónico.

 

Poesía y música

El pensamiento poético moderno iniciado por el romanticismo tiene una más que acusada melomanía literaria y una generalizada tendencia a especificar los enlaces existentes entre la música y la poesía. La poeticidad que se explicaba en términos de «pictoricidad» empieza a hacerse en términos de musicalidad. En España, la dualidad música/poesía es muy tardía, emerge con la poética modernista, sobre todo, con Salvador Rueda y el mismo Antonio Machado.

Que yo sepa, Salvador Rueda es el primer poeta que dedica un libro entero para tratar este asunto, libro que titula El Ritmo [40]. En esta obra, la música no es una simple imitación de voces, ni una combinación armoniosa de sonidos, y tampoco estriba en la medida o en los ritmos rimados. Rueda consagra casi todas las cartas dirigidas a su amigo Ixart, a rechazar tal identificación, lo cual lleva a cabo criticando la poesía reinante en su época. Para él, los poetas españoles se alejan del verdadero lenguaje rítmico; encerrándose en troqueles retóricos no hacen más que poesía de sonsonete: «no atienden más que al ruido y a la corrección [...] no riman su espíritu [sino que] riman el idioma» [41].

Todos ellos cantan el mismo son y similar ritmo verbal, y por limitarse tan sólo a ello, su poesía se hace afónica, ronca y estentórea, cargándose así con toda la fuerza auditiva de nuestros órganos de audición:

 

Nuestros poetas no tienen verdad de expresión, no; no tienen una lira, tienen un monocordio; no tienen oídos, tienen roscas de goma. No es posible soportarlos, no pueden oírse; nos han destrozado nuestro órgano de audición, y a fuerza de repetirse, y de repetirse, han vuelto opaca su voz, la cual no vibra ya, ni expresa nada, aunque lo exprese, no se oye [42].

Se domina, pues, el ritmo oficial, la lírica del artificio, esto es, en vez del don musical, el don matemático, en lugar de halagar el oído, se deleita la oreja:

 

Los poetas españoles, bajo la dirección de catedráticos tan faltos de personalidad, llegan a tener oreja, no oído; llegan a conocer el ritmo por su compás matemático, no por su música [43].

La solución prevista para semejante crisis puede proceder de una revolución métrica que puede llevarse a cabo tan sólo cultivando el ritmo ideal, diríase, la música ideal, dado que «el ritmo es seguramente idea» [44] y «un ritmo cualquiera, si se sabe oír, es una idea, una idea que hay que destacar por medio de la palabra, como una idea musical se destaca por medio de notas» [45].

Por añadidura, dicho ritmo es, por una parte, expresión de las profundidades del alma y una inmersión en las interioridades de la conciencia y del espíritu: «El acento es el ritmo, y viene de las profundidades del alma del poeta marcando marchas» [46], y por otra, encarnación estética de la misma belleza por ser gran despertador de las emociones bellas:

 

¿Para qué sirve la quintilla métrica, la de la poesía? Para despertarnos una emoción bella. Pues, para lo mismo sirve una flor [...]. En el primer caso, la emoción llega al oído; en el segundo caso, por los ojos [47].

La fuente y el origen de este ritmo se halla en la naturaleza, en la que no se inventa porque es espontáneo y se realiza con toda naturalidad, razón por la cual un rosal, una gayomba y una mata de clavel, por ejemplo, son más poetas que el poeta, por cuanto «poseen el ritmo de un modo natural, porque está toda la técnica en su naturaleza, todo el sentimiento, toda la brillantez, toda la inspiración» [48].

En este caso, el hombre nunca se siente hastiado, vive en medio de la emoción y de la belleza que le brinda esta misma naturaleza que es concebida, en definitiva, tal como la definía Friedrich Schelling en su naturphilosophie, como una urdimbre de ritmos, una gran orquesta y un poema infinito en cuya órbita se establece perfecta complicidad y hermandad entre el cuerpo y el alma humana, la forma y el contenido, lo concreto sensible y lo espiritual trascendente. La musicalidad no se conceptualiza en términos de retórica fónica. Se confunde con la idealidad teniendo fuerte apoyatura en un panteísmo de considerables contornos.

Usando una terminilogía filosófica de clara resonancia bergsoniana, Antonio Machado sostiene igual planteamiento y lo expone concisamente hablando de la rima y de las aliteraciones. Igual que para Rueda, la musicalidad poética no es una manipulación homófona de significantes sonoros; ella tiene como punto de referencia la forma de la expresión y como finalidad el recreo de los oídos. De ningún modo es cálculo geométrico de «sílabas contadas a base de medidas determinadas como hace Berceo» [49]. Según el vate de Soria, la interpretación literal del efecto musical es puramente calumniosa y negativa:

 

Las aliteraciones de que mis versos están llenos son inconscientes; no responden al trivial propósito de producir un efecto musical, que sería, por lo demás, en mi caso, siempre negativo [50].

Conforme a esta idea, descarta, a continuación, la recitación de sus versos:

 

Sólo recomiendo no leer nunca mis versos en alta voz. No están hechos para recitados [...]. La mayor tortura a que se me puede someter, es la de escuchar mis versos recitados por otros [51].

En general, Antonio Machado rechaza de modo inconcuso toda manipulación formalista o artificiosa de los recursos musicales de la poesía. La música tiene que ver con el idealismo mencionado con anterioridad. Todo lo anterior le lleva a sacar tres conclusiones:

1) Posibilidad de prescindir de la rima y sustituirla por otro elemento métrico que haga sus veces añadiendo otros valores a la estructura semántica del verso:

 

La rima —ce bijou d'un sou, de que hablaba Verlaine— no es —ya lo sabemos— un elemento esencial de la lírica. No lo es, porque puede prescindirse de ella. Pero siempre a condición de sustituirla por algún otro elemento rítmico que haga sus veces [52].

2) Preferencia de la rima asonante imperfecta a la rima consonante perfecta:

 

Entre las excelencias de la rima aconsonantada sólo los papanatas pueden incluir su dificultad. Tampoco he de señalar como excelencia del asonante su escaso artificio [53].

3) La rima artificiosa es de creación tardía:

 

El artificio de la rima es una creación tardía, pero admirable, que sólo una grosera ignorancia puede desdeñar [54].

Las tres observaciones implican un claro primitivismo que supone la existencia y la supremacía originaria de la rima original e ideal que se halla en los tiempos inmemorales en la época primitiva del hombre cuando todavía idea y sonido confraternizan confundiéndose.

Lo que aprecia Antonio Machado es la música ideal, es ella la que intenta inculcar a la poesía. La rima y las aliteraciones no son añadidos superficiales y adornos retóricos instrumentales. Con ellos y a base de ellos se cumple la finalidad funcional del lenguaje sonoro, que consiste en abarcar lo móvil de la vida, el devenir del ser del hombre, esto es, la expresión de la temporalidad:

 

La rima es uno de los medios que el poeta emplea para crear el tiempo ideal, mejor diré artificial en que se da el poema. Porque los sonidos se repiten nos damos cuenta de que se suceden; porque se suceden los sentimos en el tiempo [55].

Lo contrario ocurre en el lenguaje lógico del pensamiento, en el que el fluir de la conciencia «pretende siempre andar y, también [..] construir»; aspirando «a la intemporalidad» [56]. La rima revela la temporalidad mediante un asociacionismo representativo que hace de ella una forma sonora que pone de relieve y actualiza significaciones virtuales, expresando nuestro mundo íntimo. Dicho en otros términos, la temporalidad que conlleva la rima nace de la unión entre la sensación y la memoria:

 

Complicando sensación y memoria contribuye a crear la emoción temporal sine qua non del poema [57].

Esta misma idea la matiza claramente cuando habla del romance. Según él, éste no contiene

 

sino el repetido encuentro de un sonido con su imagen fónica, pero la iteración periódica de las mismas vocales va reforzando en la memoria la serie de fonemas pasados y nos da en cada momento de la rima una sensación nueva que se destaca sobre recuerdos de tonalidad y tensión distintas [58].

Por lo tanto, la poesía, que es palabra en el tiempo, es a la vez un canto y un cuento, es decir, un lenguaje sonoro que, debido a las connotaciones virtuales que desvela, nos pone en contacto con el pasado que es presente, y con nuestro ser, en suma. La temporalidad, el ideal neurálgico de toda la estética de Machado, se expresa mediante la musicalidad. En este sentido, esta última se torna en fuente de la poeticidad al mismo tiempo que en un medio a través del cual se consigue la misma poesía.

El ideario estético que expone y analiza Antonio Machado actualiza en clave continuista toda una especulación que habían emprendido poetas románticos como Herder, Novalis y otros, con los cuales la dicotomía poesía/música adquirió su total configuración en una teoría sumamente trabada.

Herder piensa que desde el principio hubo una unidad primaria de poesía y música y que nunca era y es más poderosa la música que asociada a la poesía. Sostiene esta cuestión a base de su teoría sobre el origen del lenguaje. Para él, el lenguaje de la primera humanidad es sonoro, ya que es el sonido el que le dio la vida: «No existía aún para mis palabras, sino sólo sonidos tendentes a expresar una sensación» [59]; «El hombre está formado como criatura hablante» [60].

El oído se convierte en maestro del lenguaje y en su energía inventiva:

 

La naturaleza no se ha limitado a hacer sonar la propiedad sino que la ha hecho sonar en el interior del alma. Se ha oído un sonido, el alma lo ha atrapado; ahí tiene una palabra sonante [61].

Primero, había el sonido y luego vinieron las señales y los nombres:

 

Era el sonido el que tenía que designar la cosa, en el mismo sentido en que era ésta la que lo producía. Los nombres han surgido de los verbos, y no éstos de aquéllos. El niño no llama oreja a oreja, sino criatura balante, convirtiendo así la interjección en verbo [62].

Herder ve en la lengua hebrea la encarnación más real de toda lengua primitiva. Ella era meramente sonora y no articulada; no se podía escribir. Era así porque su pronunciación era tan viva y estaba tan finamente organizada, su aspiración estaba dotada de un viso tan espiritual y etéreo que ella se desvanecía y no se dejaba expresar. Las letras y las señales se crearon tardíamente para actuar de moldes recordatorios de las primeras voces. Ellas eran, pues, solamente señales de memoria que hacían posible la rememoración de las realidades primigenias.

Las lenguas orientales, siendo más cercanas de la lengua madre primigenia, conservan una sorprendente dosis de hálito musical. Ellas son cantos sonoros, están pletóricas de vida, verbos y movimientos, por lo que todavía resultan metafóricas. En ellas, todo es espíritu y poesía:

 

el diccionario más antiguo era [...] un panteón sonante [...] En este aspecto, la lengua de una nación antigua es un estudio de los laberintos de la fantasía y de las pasiones humanas, igual que su mitología [63].

Sólo con las lenguas modernas desaparece por completo el sentimiento y la sonoridad; las letras igual que las vocales se transforman en simples señales imitadoras de conceptos generales, puramente convencionales. La lengua se convierte en prosa del sentido común, perdiendo su toque poético.

El lenguaje primigenio se apoyaba básicamente en la voz, el grito y el verbo. Era una especie de canto, a sabiendas de que éste no era una imitación musical de los sonidos de la naturaleza, y tampoco lo pudo aprender de los pájaros. Por cierto, Herder reconoce la posibilidad de un lenguaje por medio de tonos musicales, pero no es así en el caso de los hombres primitivos cuyo lenguaje era arbitrario e imitativo, y no fruto de un acuerdo mutuo socialmente asumido, porque «cada especie habla su lengua, no para el hombre, sino para sí tan agradable como lo era el canto de Petrarca a su Laura» [64].

En el lenguaje de la música se consume, lo que él llama el conocimiento reflejo del hombre en el que éste se refleja, se ve a sí mismo como en un espejo convirtiéndose, por ende, en objeto y sujeto de su trabajo de creación. Por lo cual, el origen musical de la lengua se halla en alguna parte del alma:

 

El lenguaje es acuerdo del alma consigo misma, un acuerdo tan necesario como el que el hombre sea hombre [65].

Entonces, la poesía se contenta con ser «una música del alma» y su función básica se hace puramente expresiva por limitarse a exteriorizar lo más interior y espiritual del hombre.

Como la música puede expresar lo profundamente desconocido de la intimidad del hombre, de igual modo es capaz, en términos pragmáticos, de producir ensoñación imaginativa en el lector o en el oyente. El lenguaje sonoro se vuelve, entonces, génesis y manantial de la emoción, puesto que «como nuestros sonidos naturales van encaminados a expresar las pasiones, es lógico que se conviertan también en elementos de toda emoción» [66].

Entonces, el lector comparte de este modo los sentimientos de la otredad, recibe el vértigo emocionante de las melodías. Además, la música nos permite retrotraer a nuestra infancia a fin de gozar de sus deleites existenciales:

 

Esas palabras, ese sonido, la expresión de esta estremecedora romanza, u otras causas, nos devuelven hacia su niñez, donde los oímos por primera vez, acompañándonos de quién sabe qué impresiones anímicas de honor, de fiesta, de susto, de miedo, de alegría. La palabra suena y, cual multitud de espíritus nos levantan todas ellas de repente con su sombría majestad desde la tumba, oscureciendo la idea pura y clara de la palabra, idea que únicamente podría entenderse sin tales impresiones [67].

El romanticismo se apropia la teoría herderiana y la lleva incluso al extremo. La poesía actual, dada la situación de la lengua, tiene que tender a remontarse al primer origen, a hermanarse con la música, esto es, a sonorizarse y convertirse en canto:

 

Nuestra lengua —en principio era mucho más musical, pero se ha hecho más prosaica desde entonces— se ha desonorizado. Se ha convertido en algo más parecido a un ruido, a una voz, si se quiere rebajar de este modo una palabra tan bella. Debe convertirse en nuevo canto [68].

La música es la aspiración utópica de lo poético, ella es el arte de las artes, es inocente y no hace cualquier referencia al mundo exterior de la realidad de todos los días; es un arte apoético e independiente porque, según Novalis, no conlleva ninguna imitación y, en ella, todo se extrae de la interioridad:

 

El músico extrae de sí mismo la esencia de su arte y ni la más leve sospecha de imitación puede rozarlo y afectarlo [69].

En definitiva, la música es sentimiento puro, la esencia misma del espíritu que se hace palpable con plena inocencia:

 

Ella está —piensa Wackenroder— con la misteriosa corriente en las profundidades del espíritu humano, el lenguaje enumera y nombra y describe sus cambios en un material que le es extraño; la música nos lo derrama ante nosotros como en sí mismo […] En el espejo de los sonidos el corazón humano aprende a conocerse... [70].

El músico —repite A. W. Schlegel— posee un lenguaje de los sentimientos independiente de todos los objetos externos; en el lenguaje verbal, al contrario, la expresión del sentimiento siempre depende de su conexión con la idea [71].

En resumidas cuentas, la música es la aspiración de la poesía, ambas artes convergen en la expresión del sentimiento y de lo íntimo del alma humana, pero se diferencian en la modalidad de manifestarlo o exteriorizarlo. En la música se lleva a cabo directamente, mientras que en la poesía, indirectamente. Todo lo comentado por Antonio Machado sobre las rimas, el lenguaje popular y la recitación de la poesía se enmarca dentro de esta filosofía romántica respecto de la música. En la teoría machadiana lo poético y la poeticidad se conciben en términos de musicalidad porque esta última encarna la idealidad y, por ende, la temporalidad. Semejante planteamiento lo mantiene identificando el sueño con la poesía.

 

Poesía y sueño

El romanticismo tiene una verdadera estética del sueño: ve en la actividad onírica la fuente tanto de la creación como de la inspiración poéticas. Entre ambas actividades, la onírica y la poética, se halla una estrechísima afinidad que se resume en el fuerte proceso de la imaginación que obra en ellas mediante la cual se garantiza la expresión de la inefabilidad y la disolución de las antinomias, en el marco de una afanosa búsqueda nostálgica de la integralidad del hombre.

En la poética romántica, el sueño adquiere vitalidad en contraste con lo real y la realidad. Esta última se presenta al poeta romántico como desprovista de significado humano. En ella se siente inadaptado y no acepta reconocerse porque, para él, el mundo real encarna el ámbito externo de la existencia y de las cosas, es decir, un universo asfixiado por el predominio de la razón y de la conciencia. En contrapartida, solamente en el dormir, en la vida nocturna y en el sueño, es donde se enriquece el ser romántico y se amplía considerablemente, porque «en este lugar, dentro de nosotros mismos, en que solemos no pertenecer por completo a la tierra» [72].

El sueño contrastado con la realidad se homologa también con el arte y la creación poética. Entre el mundo de la poesía y el del sueño hay un particular parentesco y una estrecha analogía, puesto que el segundo sirve de modelo para el primero. En esta idea coinciden gran parte de los poetas románticos.

Así, mientras que Nodier se sorprende de que «el poeta despierto haya aprovechado tan pocas veces en sus obras las fantasías del poeta dormido» [73], otros recalcan en la asociación de la creación poética con la actividad onírica. En los sueños, afirma Troxler, «pensamiento y creación poética son una misma cosa» [74], hecho que matiza claramente Jean Paul Rischter subrayando que «la vigilia es la prosa [y] el sueño es el área de poesía de la existencia, y la locura es la prosa poética» [75].

En los sueños no predomina la conciencia sino la pasión, el sentimiento y la imaginación. Esta última es una facultad eficaz que da nacimiento a las imágenes y a nuevas formas. El lenguaje onírico es básicamente jeroglífico, o sea, simbólico. La compenetración cósmica de los objetos y los seres entre sí es su nota particular. En él se consuma una especie de magia poética a cuyo través se dan voces y seres a todas las cosas y cuerpos visibles a los presentimientos espirituales del hombre. Todo se animiza y humaniza dado que todos los órdenes se ofrecen a una interacción permanente de compenetración y confraternización. En opinión de Franz Schubert:

 

en el sueño […] el alma parece hablar un lenguaje completamente distinto del ordinario. Ciertos objetos de la naturaleza, ciertas propiedades de las cosas designan pronto a personas y, de manera inversa, tal cualidad o tal acción se nos presenta bajo la forma de personas [76].

Así pues, en el pensamiento poético romántico, el lenguaje onírico se emparenta con el lenguaje poético porque se aleja distintamente del de la vigilia y de la vida cotidiana, deja de ser sintético-imaginativo y no se conforma solamente con detentar un carácter analítico con signos convencionales de uso social y comunicativo.

Los sueños, al igual que otros fenómenos de la misma naturaleza, son, en palabras de August Heinrich Hoffmann, «máscaras diversas detrás de las cuales hay que descubrir el rostro mismo de la poesía» [77]. Pero esta poesía es, a la vez, involuntaria y autónoma. No está sometida a ningún canon normativo; nada más cerrar los ojos surgen en tropel las imágenes. A este propósito, Novalis puntualiza que «los sueños [...] son significativos como la poesía, pero también, debido a ello, ese mismo carácter es desordenado y absolutamenmte libre» [78].

En última instancia, las creaciones oníricas son vestigios o residuos atávicos de la poesía mítica de los primitivos que no establecían ningún antagonismo entre sueño y vigilia; los confundían perfectamente porque ellos aún no tenían bien desarrollada su capacidad intelectual de abstracción racional. Es esta razón la que motiva la identificación del sueño con el mito por Herder, Paul Vilalis Troxler y Charles Nodier. El sueño, recapitula Albert Béguin, explicando esta idea,

 

fue el estado primitivo del hombre en la edad de oro en que aún el Verbo de la naturaleza, y ese pensamiento inconsciente de los tiempos míticos era revelación total de la naturaleza divina [79].

De hecho, el sueño tiene una doble característica y sentido. Es a la par el polo negativo de la realidad cotidiana y el homólogo ejemplar del arte y de la creación poética en especial. Esta doble vertiente es la que le permite ser, con comodidad, el mecanismo más eficaz mediante el cual el poeta se sumerge en las regiones subterráneas, tan ignoradas del interior humano y le es posible bucear a sus anchas en sus abismos inconscientes. En términos de Heinrich Steffens:

 

así [es como] la conciencia se abisma en su propia noche, no es como un caos vacío, sino en toda la plenitud de su vida oculta […] El sueño es el profundo retorno del alma a sí misma [80].

La inmersión en los abismos nos comunica con esta otra parte de la vida que es más que nosotros mismos, permitiéndonos conocer más a nuestro yo. Según Herder:

 

Y [es] en este reino [del sueño] donde nos juzgamos a nosotros mismos con mayor perspicacia. El mundo de los sueños nos da acerca de nosotros mismos las indicaciones más serias [81].

El conocimiento del yo es en sí una comunicación con el ser, con la auténtica realidad llamada por unos «el alma del mundo» y por otros «el principio espiritual de las cosas», esto es, con la verdadera existencia, la esencia del espacio-tiempo. A juicio de Gérard de Nerval:

 
nunca he sentido que dormir sea descanso. Después de un sopor de algunos minutos comienza una nueva vida, emancipada de las condiciones del tiempo y del espacio y semejantes, sin duda, a lo que aguarda después de la muerte [82].

Charles Nodier insiste en similar idea y puntualiza que en el sueño «le es lícito [al espíritu] descansar en su propia esencia y al objeto de todas las influencias de la personalidad que la sociedad nos ha hecho» [83].

Durante la actividad onírica y por medio de ella, el hombre se amplía en cuanto a ser, encuentra la unicidad, entra de lleno en el todo, en el «uni-verso», reconciliándose consigo mismo y aprehendiendo lo absoluto. Por consecuencia, las distinciones entre el inconsciente y el consciente, la realidad y la idealidad, el sueño y la vigilia, se desdibujan nítida y aparatosamente de forma tal que todos estos elementos puedan intercambiar poderes y energías sin perder, cada uno de ellos, sus esencias características: el cuerpo se hace espíritu, la vida se hace sueño con facilidad, y todo es síntesis, unidad, reconciliación de los contrarios. La mayoría de los románticos resaltan este fenómeno. Para P. V. Troxler:

 
el sueño es, pues, la revelación de la esencia misma del hombre, el proceso más particular y más íntimo de la vida: ora un eco de lo supraterrestre en lo terrestre, ora un reflejo de lo terrestre en lo supraterrestre [84].

Dicho sueño de la vida es la encarnación de la imaginación poética en general. Este sueño de la vida lo constituye la coexistencia del dormir y del velar a la vez. Según Troxler, siempre

 
Las dos cosas, el dormir y el velar, constituyen el Sueño de la Vida y lo explican. El Sueño sólo se manifiesta en esos dos aspectos y nunca sin ellos [85].

Otro tanto repite en esta ocasión Carl Gustav Carus:

 
el sueño es, pues, la actividad de la conciencia en el alma que vuelve en la esfera del Inconsciente [86].

El sueño no funda ningún límite entre las actividades de la realidad y de la irrealidad, él se inclina siempre a sintetizar y reconciliar los contrarios, fundamento que le hace convertirse en manantial de la poesía y de la inspiración lírica.

La anterior teoría romántica del sueño la recoge Antonio Machado en sus líneas generales. Él quita toda trascendencia vital al sueño fisiológico del dormir y del duermevela, es decir, al sueño considerado como mera divagación visionaria y fantasmagórica. Según Juan de Mairena, «un hombre dormido, cuando sueña, es algo más que un estómago desvelado» [87], dado que nuestro poeta de Soria se muestra muy reacio a aceptar «que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo» [88].

Una poesía basada en los estados semicomatosos del sueño es una poesía que desintegra y deshumaniza la creación poética [89]. Antonio Machado echa esta culpa a la imaginación romántica porque, si el poeta romántico se adentra en su interior y se precipita para sumergirse en él, no lo hace con la certeza de encontrar allí una salida de sí mismo al mundo de lo infinito, sino con la morbosa intención de perderse densamente en su propio laberinto [90]. Por consiguiente, la liberación de la conciencia poética se realiza mediante el despertar, la extrema vigilia y el «sueño insomne», de forma tal que «los poemas de nuestra vigilia, aun los menos logrados, son más originales y más bellos y, a las veces, más disparatados que los de nuestros sueños» [91].

Por esta misma razón, matiza enseguida aseverando que:

 
Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como son; aún más abiertos para verlas otras de lo que son; más abiertos todavía para verlas mejores de lo que son. Yo os aconsejo la visión vigilante, porque vuestra misión es ver e imaginar despiertos, y que no pidáis al sueño sino reposo [92].

Como siempre, el sueño se asocia con el alejamiento y la separación del mundo cotidiano de la realidad material. Antonio Machado es muy consciente de este hecho, igual que Bécquer y los románticos. Por ello, la actividad onírica es vital, se le presenta como una forma de liberarse del fluir temporal de la historia de todos los días. El tiempo fáctico, el del tictac de los relojes, es destructivo, antivital y constituye un verdadero catalizador de la angustia y la soledad. Así lo subraya en su poema «A Narciso Alonso Cortés, poeta de Castilla»:

Al corazón del hombre con red sutil envuelve
el tiempo, como niebla de río una arboleda.
¡No mires: todo pasa; olvida: nada vuelve!
Y el corazón del hombre se angustia… ¡Nada queda!

[...]

El tiempo lame y roe y pule y mancha y muerde;
socava el alto muro, la piedra agujerea;
apaga la mejilla y abrasa la hoja verde;
sobre las frentes cava los surcos de la idea. [93]

Tanto la vida como la obra de Machado han sido una lucha permanente, un combate persistente contra el tiempo, hecho por el cual se le ha considerado, con razón, como el poeta del tiempo por antonomasia. Es en esta lucha en que la creación poética encuentra su fundamental razón de ser «y se halla —según Santiago Pérez Gago— por entero el ser y el valor del poeta» [94]. Un aplastante nihilismo invade Machado, pero por fortuna, éste se contrasta por un potente idealismo intimista que hace del sueño poético una suerte de solipsismo en que se refugia el poeta. En este caso, el sueño aparece como un cabal mecanismo que nos ayuda para librarnos del tiempo del suceder diario y nos enraíza, en cambio, en otro tiempo: un tiempo de naturaleza íntima, psíquica y esencial, puesto que la lírica es, en definitiva, una «actividad en el tiempo psíquico, no en el estadio impersonal de la lógica, pensamiento heraclidio más que eleático...» [95].
Dicho tiempo, usando otros términos, es un lenguaje de lo inmediato psíquico y de la intuición; es de índole emotiva y no plasma nada más que los sentimientos de la psique. En opinión de Antonio Sánchez Barbudo:

 
temporalidad es emotividad. Poesía temporal quiere decir en Machado en último término poesía emotiva. Poesía escrita con una emoción cuya raíz se halla en el sentimiento del tiempo [96].

El pensar de la imaginación onírica es poético y sintético. En él no impera el discurrir matemático, no se razona sino que se recuerda. El recordar tiene una interesante significación para Machado, y como puntualiza Pérez Gago, integraría en idioma machadiano la «propia voz», la «voz viva», el «íntimo monólogo», las «ideas cordiales», los «universales del sentimiento», por lo que añade el mismo crítico, a renglón seguido, que no hay que diferenciar el recordar de la «honda palpitación del espíritu» o de lo que pone el alma en «contacto con el mundo» [97]. El recuerdo nos posibilita, pues, comunicar no con el pasado histórico, sino con el pasado apócrifo, porque éste es el pasado de nuestro ser y se caracteriza, contrariamente al inmutable y repetible de Bécquer, por su mutabilidad y devenir: es a la vez pasado, presente y futuro, se somete a metamorfosis y cambio. A propósito afirma Cecile W. Ward que Machado concibe que «lo pasado es materia de infinita plasticidad» [98], tan apto para recibir más variadas formas porque —arguye en otra ocasión, utilizando las palabras del poeta— «el ser es pensado por Martín como conciencia activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea» [99].

El sueño machadiano se presenta bajo una fórmula dialéctica. Por una parte, es «desrealización» de la facticidad de la vida en el seno del tiempo histórico, y por otra, es realización o inmersión de la conciencia en el fondo del alma y del acontecer psíquico-personal. Según Pedro Cerezo Galán:

 
el sueño —en Machado— viene a ser el producto de una actitud típica de «distancia y ausencia», es decir, del alma que aleja lo inmediato y desrealiza lo concreto, y sólo retiene la vibración o pulsación interior [100].

De esta forma, el soñar es, para nuestro poeta, absorción de lejanías, adentramiento en misterios y expresión de lo inconsciente interior:

  El alma del poeta
se orienta hacia el misterio.
Sólo el poeta puede
mirar lo que está lejos
dentro del alma, en turbio
y mago sol envuelto. [101]

Y puede ser utópico, esto es, anunciador de un paraíso intemporal situado en el futuro:

  Tú sabes las secretas galerías
del alma, los caminos de los sueños,
y la tarde tranquila
donde van a morir... Allí te aguardan
  las hadas silenciosas de la vida,
y hacia un jardín de eterna primavera
te llevarán un día. [102]

Pero también es conformación de lo consciente, de la vida en el presente. Aquí es donde el sueño poético adquiere sustantividad y su sentido propiamente vital. La conciencia se despierta y se sumerge en otra dimensión de carácter ontológico. El verbo «despertar» resume esta tercera vertiente del sueño poético machadiano y por ello lo repite tres veces en sus «Proverbios y cantares»:

  Entre el vivir y el soñar
hay una tercera cosa.
Adivínala. [103]

  Si vivir es bueno
es mejor soñar,
y mejor que todo,
madre, despertar. [104]

  Tras el vivir y el soñar,
está lo que más importa:
despertar. [105]

Este «despertar» es un despertar de la conciencia a otra luz, a otro universo distinto, o a otra vida diferente y superior, y también a otros valores que son: la plenitud, la armonía y la superación de las antinomias dialécticas. Todo ello lo encarna, en todas sus connotaciones, la aparición de la luz que ofusca y anonada al poeta:

y oyó otra voz que clamaba, alma de sus soledades:
sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad. [106]

  Una clara noche
de fiesta y de luna,
noche de mis sueños,
noche de alegría
  —era luz mi alma
que hoy es en bruma toda,
no eran mis cabellos
negros todavía— [107]

Dicha luz es absoluta y tiene carácter divino:

En sueños oyó el acento de una palabra divina [108]

  Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño —herencia
de un siglo que vencido sin gloria se alejaba—
un alba entrar quería; con nuestra turbulencia
la luz de las divinas ideas batallaba. [109]

Y, en último término, el sueño es una comunión con Dios propiamente dicho:

  Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba. [110]

Entonces, el sueño que era primero interiorización, y luego utópico y anunciador del futuro, es ahora en su tercera dimensión, la última y la más sustantiva, una revelación y una absorción del ser por Dios. Para Machado, el pensamiento poético es un pensamiento divino, porque «cuando el hombre deja de creer en lo absoluto, ya no cree en nada. [...] Todo lo demás se llama pensar» [111].

Habría que añadir que esta divinización es una especie de integración en la hiperclaridad de la luz, en la plenitud, en la «conciencia integral», en la «autoconciencia» y en el «gran pleno». Es una comunicación con un espacio donde no hay sucesión, dicotomías y contrarios, sino simultaneidad, coincidencias y armonías, esto es, un espacio hipervital en que los contrarios son complementarios y el sujeto se hace objeto. En última instancia, en Antonio Machado el sueño poético acaba siendo «un principio de configuración existencial», un «modo de participación en el ser» [112], «un modo de ser» [113] sin dejar de constituir un modo de conocimiento. Solamente en este nivel y a esta altura se convierte el sueño poético en sinónimo de la creación poética: el poema se hace sueño, la poesía, conciencia onírica, y como lo acuña el propio Machado, soñar nuestro sueño «constituye un milagro de generación» [114]. Es decir, hablando de otro modo, la oniricidad es un ejemplo sublime de la creación poética y «un manantial, fragua y misterio, fuente del hacer total», tal como afirma P. de A. Cobos [115].

 

Conclusión

Desde el punto de vista estético-teórico, Antonio Machado piensa, en igual sintonía con el pensamiento romántico, que el sueño, el lenguaje natural y la música son mecanismos de los que dispone el poeta para la lucha contra el racionalismo, los conceptos fijos, las formas y la objetividad. Identifica sueño, lenguaje natural y música con la lírica y la creación poéticas, porque en ellos triunfa la imaginación y la libertad irracional que arremete contra todo formalismo verbal y pensamiento analítico-científico, al mismo tiempo que facilita el contacto del decir poético con el mundo de la heterogeneidad del ser, la hiperclaridad de la luz y, desde luego, con el espacio esencial de la religiosidad, la divinidad y de las ideas trascendentales. En este sentido, la poeticidad es vista en términos de musicalidad, oniricidad y naturalidad lingüística porque estas tres últimas realidades son consideradas como condicionantes y garantías de la misma poesía, y enmarcan, en definitiva, el pensamiento poético de Antonio Machado dentro de una estética metafísica y esencial de clara resonancia neoplatónica.

 

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Notas

[1] Antonio Machado, Proyecto de discurso de ingreso en la Real Academia de la lengua, Madrid, El Observatorio, 1986, p. 10.
[2] Antonio Machado, Los complementarios, Madrid, Cátedra, 1987, p. 148.
[3] Ramón de Zubiría, La poesía de Antonio Mahado, Madrid, Gredos, 1973, p. 195.
[4] Octavio Paz, Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, Barcelona, Seix Barral, 1986, p. 128.
[5] Friedrich Wilhelm Shelling afirma por ejemplo lo siguiente: «las obras nacen de una apropiación de la forma, aunque sean bellas, serían obras sin belleza alguna, puesto que lo único que da la belleza a la obra de arte, a su conjunto, no puede ser la forma, sino algo que está más allá de la forma: la esencia, lo universal, la mirada y la expresión del inmanente espíritu natural» (La relación de las artes figurativas con la naturaleza, Buenos Aires, Aguilar, 1980, p. 39).
[6] Victor Hugo dice del estilo neoclásico las palabras siguientes: «En definitiva, nada es más común que esta elegancia y esta nobleza de convención. Ningún hallazgo, ninguna imaginación, ninguna invención en este estilo. Lo que siempre hemos visto: retórica, ampulosidad, lugares comunes, flores de colegio, poesía de versos latinos. Ideas tomadas de todos, vestidas con imágenes de pacotilla» (Manifieto romántico, Barcelona, Península, 1989, p. 72).
[7] Véase William Wordsworth en René Wellek, Historia de la crítica moderna, t. 3, Madrid, Gredos, 1973, pp. 152-53; Friedrich Wilhelm Shelling, Filosofía del arte, Buenos Aires, Nova, 1949, p. 264; Hegel, Estética. La poesía, Buenos Aires, Siglo XXI, 1985, p. 72.
[8] José María Blanco White afirma: «El lenguaje primitivo es siempre metafórico y apenas se encuentra en él una expresión que no sea trasladada [..] Las bellezas de los primeros lenguajes todos fueron propias de la poesía y que sólo pudieron recibir su aumento [..] de alguna imaginación viva y ardiente» (Antología de obras en español, Barcelona, Labor, 1971, pp. 170-71); Jean Paul Richter: «Si la sencillez es uno de los elementos de la belleza, ésta es su compañera necesaria» (Introducción a la estética, Madrid, Verbum, 1991, p. 61); F. W. Shelling: «[la sencillez es] lo supremo en poesía como en las artes plásticas» (Filosofia del arte, cit., p. 263); August Wilhelm von Schlegel: «En el lenguaje todo se vuelve figura de todo, se vuelve una alegoría de la interacción de todas las cosas, o, desde un punto de vista aún elevado, de su identidad» («Leçons sur l’art et la littérature», en Philippe Lacoue Labarthe y Jean Luc Nancy, eds., L’absolue littéraire. Théorie de la littérature du Romanticisme allemand, París, Seuil, 1978, p. 363); Friedrich Schlegel: «Sólo una regla general puede aplicarse a la gran cantidad de poemas románticos [...]. Estos poemas tienen tanto más valor [...] cuanto más natural y sin afectación se exprese el elemento maravilloso de la poesía, el juego propiamente libre de la fantasía» (Obras selectas, t. 2, Madrid, FUE, 1983, p. 680); William Wordsworth: «La vida humilde y rústica fue generalmente escogida porque en esta condición las pasiones esenciales del corazón encuentran mejor suelo en el que pueden alcanzar su madurez, están menos constreñidas y hablan un lenguaje más llano y más enfático» (en M. H. Abrams, El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición crítica, Barcelona, Seix Barral, 1975, p. 193).
[9] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., cit., p. 9.
[10] Antonio Machado, Poesía y prosa. Prosas completas (1893-1936), vol. 3, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, p. 1593.
[11] Ibíd., p. 1641.
[12] Ibíd., p. 1673.
[13] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., p. 37.
[14] Antonio Machado, Nuevas canciones y De un cancionero apócrifo, Madrid, Castalia, 1980, pp. 221-24.
[15] Ibíd., p. 220.
[16] Antonio Machado, Poesía y prosa. Prosas completas (1893-1936), p. 1591.
[17] Ibíd., p. 222.
[18] Ibíd., pp. 1775-76.
[19] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., p. 9.
[20] Antonio Machado, Los complementarios, Madrid, Cátedra, 1987, p. 83.
[21] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., p. 31.
[22] Antonio Machado, Poesía y prosa. Prosas completas (1893-1936), p. 1641.
[23] Ibíd., p. 1653.
[24] Ibíd., p. 1591.
[25] Antonio Machado, Los complementarios, p. 83.
[26] Ibíd., p. 82.
[27] Ibíd., p. 84.
[28] Ibíd., p. 84.
[29] Antonio Machado, Poesía y prosa. Prosas completas (1893-1936), p. 1771.
[30] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., p. 61.
[31] Antonio Machado, Los complementarios, p. 311.
[32] Antonio Machado, Juan de Mairena, I, Madrid, Cátedra, 1986, p. 126.
[33] Ibíd., p. 193.
[34] Antonio Machado, Juan de Mairena, II, p. 61.
[35] Ibíd., p. 57.
[36] Ibíd., p. 36.
[37] Ibíd., p. 36.
[38] Antonio Machado, Nuevas canciones y De un cancionero apócrifo, p. 235.
[39] Ibíd., p. 222.
[40] Salvador Rueda, El ritmo. Crítica contemporánea, Madrid, Biblioteca Salvador Rueda, 1894.
[41] Ibíd., p. 24.
[42] Ibíd., p. 16.
[43] Ibíd., p. 31.
[44] Ibíd., p. 49.
[45] Ibíd., p. 53.
[46] Ibíd., p. 59.
[47] Ibíd., p. 7.
[48] Ibíd., p. 8.
[49] Antonio Machado, Juan de Mairena, II, p. 180.
[50] Antonio Machado, Los complementarios, p. 157.
[51] Ibíd., p. 157.
[52] Ibíd., p. 103.
[53] Ibíd., p. 104.
[54] Ibíd., p. 103.
[55] Ibíd., p. 101.
[56] Ibíd., p. 102.
[57] Ibíd., p. 104.
[58] Ibíd., p. 100.
[59] Johann Gottfried von Herder, Obra selecta, Madrid, Alfaguara, 1982, p. 136.
[60] Ibíd., p. 178.
[61] Ibíd., p. 166.
[62] Ibíd., p. 169.
[63] Ibíd., p. 170.
[64] Ibíd., p. 172.
[65] Ibíd., p. 170.
[66] Ibíd., p. 140.
[67] Ibíd., p. 142.
[68] Novalis, La Enciclopedia (Notas y fragmentos), Madrid, Fundamentos, 1976, p. 319.
[69] Novalis, Los fragmentos, Buenos Aires, El Ateneo, 1984, p. 85.
[70] M. B. Abrams, op. cit., p. 171.
[71] Ibíd., p. 171.
[72] Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, México, FCE, 1993, p. 146.
[73] Ibíd., p. 414.
[74] Ibíd., p. 132.
[75] Jorge Guillén, Lenguaje y poesía, Madrid, Alianza, 1983, p. 114.
[76] Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, p. 144.
[77] Ibíd., p. 373.
[78] Novalis, Los fragmentos, p. 189.
[79] Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, p. 119.
[80] Ibíd., p. 110.
[81] Ibíd., pp. 200-201.
[82] Ibíd., p. 438.
[83] Ibíd., p. 410.
[84] Ibíd., p. 128.
[85] Ibíd., p. 130.
[86] Ibíd., p. 179.
[87] Antonio Machado, Juan de Mairena, II, p. 125.
[88] Antonio Machado, Poesía y prosa. Prosas completas (1893-1936), p. 1470.
[89] Ibíd., p. 1653.
[90] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., p. 20.
[91] Antonio Machado, Juan de Mairena, I, p. 144.
[92] Ibíd., p. 144.
[93] Antonio Machado, Poesías completas, p. 263.
[94] Santiago Pérez Gago, Razón, sueño y realidad. Niveles de percepción estética en la semántica «sueño» de Antonio Machado, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1984, p. 91.
[95] Antonio Machado, Proyecto de discurso..., p. 15.
[96] Antonio Sánchez Barbudo, «Ideas filosóficas de Antonio Machado», en Ricardo Gullón y W. Allen Phillips (eds.), Antonio Machado, Madrid, Taurus, 1973, p. 199.
[97] Santiago Pérez Gago, cit., p. 287.
[98] Cecile West Ward, El sueño romántico en Bécquer y Antonio Machado, Ann Arbor, Michigan, University Microfilms, 1983, p. 95.
[99] Ibíd., p. 52.
[100] Pedro Cerezo Galán, Palabra en el tiempo. Poesía y filosofía en Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1975, p. 115.
[101] Antonio Machado, Poesías completas, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, p. 132.
[102] Ibíd., p. 137.
[103] Antonio Machado, Nuevas canciones y De un cancionero apócrifo, p. 136.
[104] Ibíd., pp. 150-51.
[105] Ibíd., p. 145.
[106] Antonio Machado, Poesías completas, p. 101.
[107] Ibíd., p. 134.
[108] Ibíd., p. 100.
[109] Ibíd., p. 258.
[110] Ibíd., p. 238.
[111] Antonio Machado, Juan de Mairena, I, p. 140 .
[112] Pedro Cerezo Galán, cit., p. 110.
[113] José Luis Cano, «Antonio Machado, hombre y poeta en sueños», Cuadernos Hispanoamericanos, 11-12, 1949, p. 654.
[114] Antonio Machado, Poesías completas, p. 79.
[115] Santiago Pérez Gago, cit., p. 165.

 

Fecha de publicación: noviembre 2010


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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