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La proyección de Antonio Machado

(El escritor de la generación del 98, ¿fue poeta provinciano o poeta universal?)

 

Geoffrey Ribbans
Brown University

 

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Una señal, no infalible, pero sí sugeridora, de la universalidad de un escritor o un poeta, es la difusión que goza su obra mediante las traducciones a otra lengua y a otra cultura. Si aplicamos este criterio a la poesía de Antonio Machado y su presencia en la lengua y cultura inglesas y norteamericanas, tenemos un saldo bastante positivo, con un buen surtido de traducciones, algunas de altísima calidad. No se puede decir, no obstante, que Machado haya alcanzado tal grado de popularidad entre el público culto no hispano, que su nombre suene entre los más célebres de la época. El único poeta español que ha conseguido esta fama es García Lorca. ¿Por qué? Uno de los mejores traductores de Antonio Machado, Alan Trueblood, notando que «menos deslumbrante e intenso que Lorca, alcanza una profundidad igual de visión intuitiva, mientras que su perspectiva trágica conlleva a menudo una dosis adicional de ironía», atribuye su relativa falta de renombre fuera del mundo hispánico al «tono predominantemente tranquilo de su verso, la manera reflexiva, poco fácil de captar en la traducción», juicio que me parece muy acertado. Asimismo, se podría pensar tal vez que la razón decisiva pudiera corresponder a alguna calidad evidentemente universal en la poesía, pero no creo que sea así. Es más bien al contrario. Lorca debe al menos parte de su popularidad a su arraigado localismo granadino, a su identificación con ciertos valores fácilmente reconocibles en su obra que responden a las expectativas del público: el criterio tradicional de España, desde la época romántica, que considera lo andaluz como quintaesencia de España. En el caso de Machado también, sus raíces en una realidad nacional determinada, centrada en Castilla, son las que en general lo definen. Como dice Henry Gifford, al presentar a Machado en otra de las excelentes traducciones del poeta al inglés, es un poeta inequívocamente nacional que sentía agudamente las tensiones y las potencialidades trágicas de la vida en un país rezagado, doloroso, fanático y que por experimentar estos sentimientos afirmó una verdad más amplia que trasciende el patriotismo. Así, él y los poetas comparables —nombra a Yeats y a Blok— se transforman en europeos y la historia de sus países respectivos tiene mucho que decirnos del dilema europeo total.

Según este criterio, el apego a una localidad se ensancha hasta alcanzar un valor universal.

El hecho es, sin embargo, que la tendencia artística que predomina en la juventud de Machado es, en su forma más depurada, tal vez la más intransigente de todos los tiempos en la búsqueda constante de calidades universales, absolutas y excluyentes. Se trata, desde luego, del simbolismo, ese movimiento de origen francés que representado por la tríada de Mallarmé, Rimbaud y Verlaine, con Baudelaire como su padre espiritual, arrolla de un modo avasallador la estética poética a finales del siglo XIX. Este conjunto forma, en efecto, uno de los puntales indispensables sobre el cual se erige el mundo poético machadiano. Como él mismo afirmaba, «pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento». Ha desaparecido ahora toda circunstancia, toda historia, y al pretender captar algo esencial, imperecedero e inalienable, se integra plenamente en la más depurada corriente simbolista. No es, sin embargo, toda la historia.

Pasa muy poco tiempo antes de que Machado reaccione vivamente en contra de la introspección pura; muy en especial se opone ahora a lo que llama aquel culto supersticioso del misterio que asocia con Mallarmé, a quien contradice directamente: «La belleza no está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo.» Además, como dice también en sus célebres confidencias a Unamuno, «el poeta debe amar la vida y odiar el arte. Lo contrario de lo que he pensado hasta aquí», y en las declaraciones no menos importantes a Juan Ramón Jiménez, de quien empieza entonces a separarse estéticamente: «¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante?».

El renombrado poema autoanalítico «Es una tarde cenicienta y mustia» nos ofrece un significativo eslabón en esta evolución. Jamás consiguió el poeta señalar con tanta claridad su dilema existencialista como en este poema, que evidencia un acierto de estructura y una exactitud de análisis admirables. Al ir cada vez más acentuando lo particular y lo específico, la poesía machadiana se identifica con lo que Goethe llama poesía «ocasionada», producida por una ocasión específica dentro de un tiempo, un espacio y un contexto definido: ¿se trata ahora de perder universalidad para quedarse en poeta localista? De ningún modo. Aquí viene muy a cuento el caso de Robert Frost, poeta de Nueva Inglaterray exacto contemporáneo de Machado, con el cual comparte una dedicación a la vida del campo, más extrema que la de nuestro poeta; además, su expresión directa y coloquial se parece mucho a la de éste. Al presentar a Frost en una selección de sus versos, Louis Untemayer comenta con acierto que «los mismos títulos de sus libros parecen locales... sin embargo, ninguna poesía tan regional ha sido jamás tan universal».

Hay que insistir, pues, en que los dos enfoques, introspectivo y externo, tienen su propia validez y constituyen el problema general a que hemos aludido ya, de universalidad y particularismo. El mismo Machado se dio perfecta cuenta de esto en la conocida distinción que establece en su poética de 1931: «La poesía moderna, que, a mi entender, arranca, en parte al menos, de Edgard Poe, viene siendo hasta nuestros días la historia del gran problema que al poeta plantean estos dos imperativos, en cierto modo contradictorios: esencialidad y temporalidad.» Es decir, un simbolismo, o sea esencialidad, que va hacia lo universal, y el curso de la vida, es decir, temporalidad, que implica lo individual, lo vivido y lo específico. «En cierto modo contradictorios», dice: los dos criterios apuntan en diferentes direcciones pero no son absolutamente incompatibles. Lo que distingue al Machado postsimbolista, diría yo, es que parte de lo particular para llegar a lo universal. Ni uno ni otro es exclusivo, y hay una constante interacción entre los dos. Se da también otra vertiente: lo individual da paso a lo colectivo, que a su vez forma parte de lo universal. Desde su primera impresión de Soria, evocada en «A orillas del Duero», de mayo de 1907, tenemos un acentuado apego a lo topográfico, junto con una agudísima capacidad para captar el detalle o matiz concreto en una situación determinada. No nos hemos de engañar, no obstante, pensando que se trata de una visión objetiva de España, si bien hay un hondísimo respeto por la realidad externa de la naturaleza. Típicamente, el poeta marca un paso en el tiempo del propio poeta. Así, en «A orillas del Duero», el poeta protagonista camina, en una situación bien definida, por la tierra arisca y sube al Castillo, en los alrededores de Soria. Sólo después de captada toda la sensación del paisaje, busca el poeta interpretar el paisaje castellano y su relación con el pasado y el presente. Entonces la descripción se convierte en honda meditación. Cierto que esta meditación conlleva claras implicaciones ideológicas, pero éstas surgen no de un proceso intelectual de pretensiones científicas, sino de un salto bergsoniano de intuición, ofrecido con frecuencia entre interrogaciones. De este modo, la tan consabida interpretación de «Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora», forma una parte intrínseca del poema y de la compleja visión machadiana frente al paisaje y al paisanaje castellanos; más que la expresión de una actitud común a la llamada generación del 98, es el resultado de unas reflexiones individuales evocadas por una situación concreta que ha vivido.

 

Conciencia del poeta

«Campos de Soria», la composición descriptiva más ambiciosa de la época, nos lleva mediante una descripción sobria y exacta del ciclo del año a una creciente emocionalización en que los mismos elementos naturales previamente establecidos toman otra vida emotiva en la conciencia del poeta, hasta el extremo que se apunta la posibilidad de que su existencia real resida en una visión schopenhaueriana dentro de su propia imaginación: «me habéis llegado al alma, / ¿o acaso estabais en el fondo de ella?».

¿La verdadera realidad es externa o interna? Los mismos problemas, ligados por cierto con la dicotomía de universalidad y particularismo, vuelven a surgir. El primer poema que se refiere a la enfermedad, amenazada de muerte, de su joven esposa Leonor, tiene el especial mérito de interesarse intensamente, al modo de Robert Frost, en la suerte de un árbol decrépito y en las tareas campesinas en que está involucrado, mediante aquella larga y magnífica serie de sonoras cláusulas temporales subordinadas: «Antes que te derribe, olmo del Duero, / con su hacha el leñador, y el carpintero / te convierta en melena de campana, / lanza de carro o yugo de carreta...», etc.

La referencia personal al milagro que espera en los tres últimos versos es tan tenue que hasta suscita la cuestión de si cabe ver siquiera en ellos una alusión autobiográfica. Plantea el problema del grado en que lo particular, sea individual o sea localista, podría llegar a un público más amplio. Igual pasa con la imponente carta-poema dirigida a Palacio, en la que el poeta pide a su amigo que lleve un ramillete de flores de primavera al Espino, donde está su tierra, en lo cual hay que saber que el Espino es el cementerio y que la tierra a que se refiere es de Leonor. ¿Es una limitación o la refrenada concentración de sentimiento? En los dos casos creo que cualquier lector culto podrá apreciar la intensidad de emoción encerrada en este milagro tan deseado o en esta ofrenda de flores. Al reconocer plenamente la validez del sentimiento no le importa al lector prescindir de las exactas circunstancias del caso.

En conjunto, nos enfrentamos con la doble faceta, no antagónica sino complementaria, de un poeta que aspira a valores universales compatibles con el simbolismo, pero de ningún modo tan intransigente ni tan abstracto, a la vez que se da cuenta cabal de lo imprescindible que es la aportación individual que destaca lo particular, lo distintivo, lo topográfico, lo temporal de su propio vivir humano: dicho en breve, «la palabra esencial en el tiempo».

Artículo publicado originalmente en Diario Córdoba, 3 diciembre 1998, «Cuadernos del Sur», p. 37.

 

Fecha de publicación: marzo 1999


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com