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Machado y Ortega: perspectivas sobre la alteridad

 

María Rodríguez García

 

 

El concepto de lo trascendente en filosofía ha sido abordado tradicionalmente desde perspectivas metafísicas que, a veces, se han visto imbuidas por doctrinas teológicas como garantes de la existencia de una realidad otra, trascendente y supra-natural, a cuya verdad aspiraríamos desde la redención de nuestros pecados. Pero más allá de estas justificaciones deificadas, encontramos una especie de metafísica de la trascendencia que, en el caso de Antonio Machado, podría remitirse a la necesidad de la alteridad, del reconocimiento del otro o, lo que es lo mismo, del trascender del yo en un «tú esencial». Pero, ¿a qué se debe esta referencia a la condición de ser otro? La respuesta más inmediata la encontramos en lo que según José Luis Abellán es el tema originario de la reflexión filosófica de Antonio Machado: el subjetivismo del siglo XIX [1].

Para el poeta sevillano, esta corriente exaltaba la individualidad a partir de una especie de militancia contra el objeto que imponía un idealismo que fácilmente nos puede remitir al siglo XVII, a la modernidad. En respuesta al realismo clásico y medieval, la época moderna adoptaba como epicentro filosófico el idealismo, teoría que defendía que nuestro conocimiento no recae directamente sobre la realidad, sino sobre nuestra idea de ella. Así, podría decirse que las cosas no son sino «siendo para mí», son ideas mías correspondidas en ese ideal por la realidad, es decir, que sin un «yo» que funde el ser de las cosas como ideas suyas, no es posible acceder a lo real, pues la única certeza que tiene el hombre es su «yo mismo», el cogito.

El subjetivismo del siglo XIX y su militancia contra el objeto, implicaban un pensamiento cuyo origen y desembocadura era el «yo»: La realidad se encuentra en los hechos sensibles, en el principio de la propia individualidad como instancia de realidad e intérprete de las cosas: nada sé de ellas sin estar presente. Estamos así ante lo que podría corresponderse con una revisión del idealismo moderno, corriente individualizadora y solipsista.

Como ya ha sido advertido, Machado abogaba por la trascendencia, por el reconocimiento del otro como alternativa a ese subjetivismo; en lo que no dejaba de ser al mismo tiempo, una respuesta a la situación de su tiempo o, dicho de otro modo: a la crisis de fin de siglo que permea el horizonte cultural del modernismo.

Tal y como explica Pedro Cerezo en El mal del siglo [2], el desastre que supuso la pérdida de los últimos restos del Imperio español implica la irrupción en la conciencia de la época de una actitud que llevaba tiempo gestándose y que, como apunta Ortega, responde a unos «bárbaros interiores, inconformistas y rebeldes, que como nuevos Hércules bárbaros se pusieron a limpiar los establos de Augías de la vida española» [3]. Se forma así lo que se conoce como la generación del 98: intelectuales que ejercían una fuerte crítica social y política que, además, se hacen eco de una profunda crisis espiritual europea.

Según apunta Cerezo, el modernismo es la expresión formal que toma esta crisis. ¿A qué se está refiriendo? Estamos ante una actitud que exalta lo moderno, donde el «yo» es el punto de apoyo de todo el universo, instancia crítica que da cuenta de la realidad que considera lo subjetivo como algo vivo frente al ser inerte de lo objetivo. Parece que, de nuevo, estamos ante una perspectiva que exalta la individualidad, la supremacía de un «yo» que se revela como eje principal del universo.

Consciente de ello, Antonio Machado considera que es momento de preocuparse por la consideración del otro. El ejercicio de la crítica es algo efectivo y necesario, pero en el caso de los intelectuales de la época se ha caído de nuevo en el error del solipsismo, de la comprensión de la realidad a partir de la idea de cada «yo». La crítica debe ser algo más que una auto-expresión de cada cual con independencia de todo lo otro, se puede hacer desde el propio yo pero no para sí, sino que es necesario que se constituya como algo efectivo y capaz de influir en los demás, pues cada hombre es sí mismo y su otredad. Y es que el hombre no es un ser aislado, no es una mónada independiente e indiferente a la exterioridad, sino un animal social (el zoon politikon aristotélico) que actúa en el seno de una comunidad. Machado era consciente de esa necesidad de la comunidad, de ese otro al que denominó «tú esencial» [4]. Así, esa aspiración a la trascendencia, a la alteridad, puede ser traducida como una superación de la modernidad y, por ende, del modernismo. En este sentido, estamos ante un claro síntoma del cambio de rumbo del pensamiento de Machado: los intereses del poeta andaluz evolucionarán más allá de la influencia del ambiente literario modernista de su tiempo hasta la elaboración artística cada vez más comprometida y consciente de la realidad social en que vive.

La preocupación de Machado, entonces, pasa por la superación del solipsismo al que abocaba la modernidad, donde emergió un racionalismo cuyo afán por buscar una verdad última fue el primer escalón para alcanzar las más altas cotas de irracionalidad.

Esta superación de las categorías modernas respondía, por tanto, al esfuerzo por acceder a la realidad del otro. Pero, ¿cómo era esto posible? ¿Cómo podíamos tener conciencia de la alteridad? La respuesta está en el pensar poético. La poesía, contrapuesta al pensar lógico, nos ofrece los recursos para tener en cuenta al otro así como al mundo exterior. Este modo de pensar pasará a ser, como reconoce Abellán, una suerte de lógica poética cuando consigue ir más allá de la mera creencia y se instala en un razonamiento que penetra en la necesaria heterogeneidad del ser. Era necesaria una alternativa que supliera los efectos de un pensar lógico-calculante que fundaba en la supremacía de la razón toda realidad posible. Sólo desde el pensar poético propuesto es posible contemplar que «la realidad es una potencia ciega, acéfala; poco podremos con fundamento decir de ella, por cuanto ella es lo primero, lo elemental e indefinible. Lo creador del mundo de la representación, del sueño búdico en que vivimos sumergidos. Nuestra representación no podrá servirnos —si pensamos lógicamente— para penetrar en lo real» [5]. Y sólo desde ese pensar poético se puede acoger la alteridad y superar el solipsismo, algo que se hacía cada vez más necesario en la época de Machado: era el momento de desarrollar una conciencia social que, si bien resistía en las trincheras de la intelectualidad, emergió a partir de las últimas pérdidas coloniales del siglo XIX.

Pero, ¿en qué consistía exactamente ese pensar poético? Al pensar en ello no podemos eludir la referencia a pensadores como María Zambrano y Heidegger, para quien el poeta era el que daba nombre a lo sagrado así como la voz en tiempos de penuria [6]. A pesar de la diferencia temporal (las ideas que aquí se comentan de Machado pertenecen fundamentalmente a los años veinte del siglo pasado, mientras que en el caso de Heidegger nos remitimos a los años 40) se puede encontrar una cierta analogía entre estos modos de concebir la poesía y su función social así como su contraposición con el solipsismo moderno. Veamos qué nos ofrece el pensar poético machadiano.

 

Pensar poético y conciencia integral: la idea de Dios en Machado

Si hay una constante en la producción de Machado es, sin duda, el intento de superación del solipsismo, pues afecta a la existencia del prójimo. La reflexión a la contra desarrollada por el poeta andaluz, implica el abandono de las tendencias modernas y modernistas que apostaban por la supremacía de la razón, las corrientes individualistas, así como por una suerte de idealismo que implica que cada yo funde el ser de las cosas como ideas suyas.

Machado creía necesario superar ese problema que, fundamentalmente, remitía a los datos de la conciencia: la heterogeneidad existente entre esos datos y sus objetos.

En El filósofo Antonio Machado, José Luis Abellán dedica un capítulo a la complejidad del tratamiento filosófico de la producción del poeta. Según Abellán, Machado comprendía el conocimiento más allá de una mera captación de la realidad: era el resultado del fracaso de aprehender el objeto trascendente, lo cual suponía el emerger del objeto inmanente, las «formas de la objetividad» a las que se refería Abel Martín [7]. Con ello, lo que se pretende es desacreditar el desafío de la individualidad racional propia de la modernidad así como el desajuste de la imagen tradicional de la ciencia como garante absoluto del conocer: la ciencia es, desde el punto de vista machadiano, un mero límite cognoscitivo del pensamiento colectivo.

Este modo de pensar puede catalogarse como pensar poético o pensar contrario a los preceptos lógicos concebidos a la manera matemática tradicional. Y es que, para Machado, existía una contraposición entre el pensamiento lógico y el poético. Este último nos induce a alejarnos del pensamiento racio-calculante o lógico propio de la modernidad y nos hace creer en la existencia del prójimo así como del mundo exterior. Desde este punto de vista, hay certeza más allá del mero cogito, más allá del propio sujeto pensante que duda de todo excepto de estar pensando. Hay certeza de la existencia del otro, y ello desde un pensamiento de corte poético que se abre a la necesidad de una conciencia colectiva como reflejo de los hombres.

Pero, ¿cuál es entonces desde este punto de vista la tarea del poeta? En el caso de Machado sería la superación de la nada, tesis que podríamos aparejar, quizás debido a una realidad sociocultural compartida, con la misión de los poetas según Heidegger: ser la voz en tiempos de penuria.

El filósofo alemán consideraba a Hölderlin como el precursor por antonomasia de los «poetas en tiempos de penuria», pues sólo en el advenimiento de su palabra, dirá Heidegger, encontramos el futuro presente, sólo mediante la palabra puede el hombre arriesgarse en los tiempos de penuria, en la «época de la noche del mundo», de ausencia de Dios garante y de verdad última posible y susceptible de ser contrastada. En el caso de Machado, la necesidad de superación de la nada respondería a la radicalidad de la palabra poética dirigida a todos. Mediante la poesía es posible acercar al hombre a la radical esencia del pensar, perdida e imbuida en justificaciones que tratan de ampararse en la búsqueda de un rigor científico no siempre adecuado para explicar la realidad y, por ende, para pensar acerca de la nada. La poesía pasa a ser el relato de la «colectiva individualidad» de los hombres, que abarca algo más que su mero ser como sujetos pensantes. Y es que el tiempo de las cabezas lógico-calculantes dejó paso a los acéfalos, a aquellos que se cansaron de ser meros cogitos al modo cartesiano y abandonaron su corte férreamente racionalista para plantearse, al menos una vez, lo que suponía ser la voz emergente de la nada, la voz en tiempos de penuria a la que se refirió Heidegger.

Pero, ¿cómo podemos realmente llegar al otro, a su conciencia, mediante la palabra poética? La herramienta del poeta es la palabra, penetrar en una realidad que se resiste a ser desposeída de sus metáforas, y frente a ello debe actuar el poeta en consonancia con la idea de comunidad a la que se dirige la palabra poética. El modo de acercarnos a ello, a la alteridad, queda recogido en la idea que Machado tenía de Dios. Así decía el poeta en «Proverbios y cantares» [8]: «Anoche soñé que oía / a Dios, gritándome: ¡Alerta! / Luego era Dios quien dormía / y yo gritaba: ¡Despierta!»

La idea de Dios en Machado no está exenta de controversias, puesto que parece que existe una tensión interna no siempre resuelta acerca de su existencia. Quizás se deba a ello la analogía entre el sueño y el despertar. En cualquier caso, respecto a lo que este concepto implica encontramos divergencias. Hay quien como Agustín Andreu en su libro El cristianismo metafísico de Antonio Machado [9] considera que el poeta andaluz llega a la fe en Dios cuando reconoce al otro a partir de su creencia en otro yo que no es él mismo. La creencia en un Dios todopoderoso sería el modo de justificar esa conciencia universal que recoge a cada yo y a cada otro que a su vez es un yo: sólo a partir de la fe en Dios es posible afirmar la alteridad, pues se confirma que hay una realidad absoluta más allá del cogito, una realidad que aúna y hace posible la existencia de todas las conciencias que forman la otredad.

Otro modo de comprender la idea de Dios en Machado es la que nos ofrece José Luis Abellán [10], quien considera que Dios es para el poeta el elemento de comunión que hace posible la fraternidad humana. En este caso, estaríamos hablando de una suerte de comunidad espiritual que va más allá de las implicaciones de la fe cristiana: estamos hablando de una fraternidad universal, de la necesidad de dejar a un lado las implicaciones individualistas del racionalismo moderno. El concepto de Dios responde, por tanto, a la necesidad de unión de los hombres, más allá del imperialismo católico. Y es que, para Machado, la fe en la comunidad es el elemento indispensable que hace posible la hermandad entre los hombres.

¿Quién es aquel que da voz a esa unión de los hombres que tratan de converger en un espíritu común? El poeta. Mediante la palabra poética, y acogiéndonos por tanto a la interpretación que hace Abellán de la idea de Dios, se puede alcanzar esa conciencia universal que no es más que el reconocimiento de la alteridad como contrapartida al solus ipse propio del pensar racionalista moderno.

Así pues, estaríamos hablando de un cristianismo espiritualista que nos remite a la llamada «fe poética» del Juan de Mairena [11] machadiano: un nuevo modo lógico de intentar comprender la heterogeneidad del ser y de, por ende, llevar a cabo el desarrollo de la conciencia integral en que se manifiesta la fraternidad comunitaria de los hombres.

Machado destaca la importancia del hombre en su dimensión comunitaria, sin que ello implique el menosprecio de su individualidad, pues incluso rechaza su definición en cuanto ser no pensante perteneciente a masas sin identidad alguna. Y el modo de encontrarse en esa comunidad es a partir de la poesía, de esa fe poética que reconoce la existencia del otro y que ofrece, desde la imaginación, alternativas al pensar lógico-calculante que aboga por la individualidad. Respecto a ello, Machado se servirá de su apócrifo Juan de Mairena para advertir que «Todas las artes aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal está más cerca de la lógica que de la lírica» [12]. Es quizás esa trascendencia la que explica cómo la palabra poética ha penetrado en el imaginario de los pueblos, pasando a ser la voz de las conciencias adormecidas por el solus ipse que abogaba por el autodominio cognoscitivo. Es el momento de que la poesía se arriesgue a ser la voz en estos «tiempos de penuria» a los que nos abocó la homogeneización racionalista.

 

Las disonancias de la colectividad: los conceptos de pueblo y masa

La importancia que Machado le concede a la fraternidad entre los hombres implica, como ya ha sido advertido, la renuncia a la individualidad extrema así como la manifestación de la misma en el idealismo propio del racionalismo. Esa tendencia a la comunidad con un talante espiritual, le lleva a Machado a considerar el concepto de pueblo como la clave de comprensión de esa unión fraternal humana.

La importancia de esta categoría es algo que viene de lejos. En el romanticismo, los alemanes hablaron de Volkgeist o espíritu del pueblo, que supone la consonancia entre la identidad individual del sujeto y la identidad colectiva, implicando, además, un trasfondo espiritual que hace del pueblo algo más que una mera suma de individualidades: estamos ante una especie de organismo vivo que deja entrever la importancia de la unión de los hombres, cuya identidad vive en sí mismos y en su unión con el resto de los seres, conformando así el Volkgeist.

Si bien es cierto que en España esta valoración de la colectividad desde la espiritualidad de su ser como pueblo no llegó hasta más tarde, es también cierto que, en el caso de Machado, el interés por ello se despertó a partir de los años 20, década en la que comienzan a emerger sus preocupaciones sociales más allá del simbolismo modernista de los primeros años.

La importancia que Machado concedía al alma popular le venía de lejos. Su padre, Antonio Machado Álvarez, era conocido como Demófilo debido a su pasión por el folclore y el estudio antropológico de los pueblos. Pero, propiamente, no se puede decir que Machado Álvarez se refiriera al Volkgeist alemán, pues para él era algo más que una especie de entelequia o abstracción. Demófilo consideraba que el espíritu del pueblo residía en la cultura de todos esos hombres anónimos que no se han diferenciado lo suficiente del resto y que, por ello, asumen lo que otros han producido. Destaca así la importancia de la expresión de la cultura de un pueblo o, lo que es lo mismo, su folclore.

Se puede decir que Antonio Machado hijo es consciente de esa necesidad de expresión de la conciencia de un pueblo en tanto que reconocimiento de la alteridad, pero no se deduce de ello que tienda exactamente al ideario alemán. En el caso del poeta andaluz estaríamos más cerca de la influencia del estudio del folclore por parte de su padre. Y es que Machado considera, tal y como nos advierte José Luis Abellán [13], que se debe llevar a cabo una investigación sobre el común sentir popular atendiendo a lo que él denominó como «tú esencial». Ello podrá realizarse a partir de lo que se conoce como «poesía comunista», que no es más que el realce de la palabra poética en su cercanía al sentir del alma popular, de la misma que se hace eco del folclore de su pueblo.

Todo ello implicará en Machado la acuñación de un nuevo concepto de cultura que ya nada tiene que ver con lo comprendido en épocas anteriores. No se está refiriendo a una cuestión de nacionalismo en cuanto a la exaltación del espíritu de la nación al modo romántico sino, más bien, a la necesidad de acercamiento al pueblo, al otro. Y eso se ve enfatizado a partir de las vivencias en la guerra civil española, años en los que se olvidan los sentimientos de comunidad y fraternidad.

El concepto de pueblo asumido por Machado podríamos decir que se encuentra influenciado, entonces, por los estudios en torno al folclore popular así como la necesidad del mismo por parte de su padre, Antonio Machado Álvarez.

Demófilo afirmaba, como ya hemos apuntado, que el espíritu del pueblo se encontraba en lo asumido por aquellas personas que no lograban diferenciarse de las demás y acataban lo producido y creado por otros. Así tal cual, podría parecernos que estamos ante una reformulación del concepto de masa al modo orteguiano. Nada más lejos de la realidad. Y es que, según Machado, el vocablo pueblo difiere del que se conoce como masa. Mientras que el primero hace referencia a la comunidad de hombres que comparten un sino cultural asumido por las diferentes individualidades, en el caso del concepto de masa ocurre lo contrario para Machado. El poeta andaluz considera que en este caso estaríamos ante una forma de degradación hacia la gente común acuñada por la burguesía. Mediante el concepto de masa se está desposeyendo a los hombres de sus cualidades intelectivas y de todas aquellas que les son propias en tanto su ser como humano, apostando, en cambio, por su equiparación al resto de objetos y cosas meramente físicas que carecen de trascendencia. Así, dirá Machado, «Si os dirigís a las masas, el hombre, el cada hombre que os escuche, no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda» [14].

El modo orteguiano de aludir a la masa, al que antes nos referíamos, se aleja de la crítica machadiana. Ortega es consciente de la existencia de la masa en sentido físico, si bien también la aplica para definir al hombre medio de su tiempo. Así lo dice en La rebelión de las masas: «Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente "como todo el mundo" y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás» [15]. A este tipo de hombres se refiere como «muchedumbre», y añade al respecto: «La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro» [16].

Este hombre medio al que se refiere Ortega es diferente al machadiano. Si bien Machado aboga por la consideración del hombre dentro de su constitución como perteneciente a un pueblo, Ortega va más allá y, no niega que sea necesario valorar al hombre dentro de esa comunidad a la que pertenece, pero reconoce la dificultad de ello ante el advenimiento de una muchedumbre de hombres que ni siquiera pueden dirigir su propia existencia. Quizás en este sentido el concepto de masa de Ortega esté más cercano de lo que decía Demófilo en torno a la constitución del espíritu del pueblo: se trata de la asimilación de lo producido por otros que no son capaces de diferenciarse del resto y que acatan lo creado.

Ortega y Gasset trataba de describir la situación a la que estaba llegando Europa en ese tiempo, la década de los años 30, una época en la que, según afirmaba el pensador madrileño, «el mundo, de repente, ha crecido, y con él y en él la vida» [17].

No se puede afirmar tajantemente que Ortega negara la necesidad de fraternidad entre los hombres, sino que advertía de la conversión del pueblo en masa, en muchedumbre, algo que quizás Machado eludió en tanto que, tal y como afirma José Luis Abellán, su modo de entender el pueblo puede ser desde un punto de vista poético: una mera creación intelectual de trasfondo utópico [18]. Pero, cabría preguntarse, en este caso, si no estamos ante un hombre que se ha convertido en objeto de manipulación al modo machadiano, es decir, si lo que Machado denunciaba que supondría denominar al hombre como «hombre masa» no se ha cumplido realmente en la descripción orteguiana de la muchedumbre o masa. En cualquier caso, estamos ante dos modos de negar la concepción lógica-calculante propia del racionalismo moderno, tendente, como ya hemos visto, a un solipsismo inviable para estos autores.

 

La posibilidad del otro, hoy

El extremo hasta el que fue llevado el racionalismo supuso el desprecio por el otro, por aquello que suponía la trascendencia del ego que impulsaba la certeza en la infalibilidad de cada cual desde su individualidad. Así, el radicalismo racional implicó, a su vez, el nacimiento de posiciones tanto individuales como políticas que pretendían a toda costa instaurar la razón por la razón, más allá de cada hombre y los pueblos.

Consciente de ello, Machado abogó por el reconocimiento del otro, alejándose de todo precepto lógico-calculante para apostar por una suerte de lógica-poética que implicaba la aceptación de lo heterogéneo, de lo que nos trasciende y nos ayuda, a la vez, a conservar y permanecer cada cual en su yo. Pero, ¿qué posibilidad efectiva se puede encontrar hoy día de la realización de ese otro que yo? ¿Realmente podemos hablar de una trascendencia al modo machadiano o quizás deberíamos recurrir a la masa orteguiana? ¿Quién representa hoy la alteridad tan defendida por Machado y tan reconocida y a la vez criticada por Ortega?

Con el nombre original Qué es la técnica y luego, y para ser publicada, Meditación de la técnica [19], ofreció José Ortega y Gasset una conferencia en la inauguración de la Universidad de Verano de Santander, allá por el año 1933. El texto en cuestión, posterior a La rebelión de las masas a la que antes aludimos para comprender al hombre medio según Ortega, hace hincapié en la naturaleza técnica de los hombres: a diferencia del resto de los animales, el ser humano no tiene naturaleza o, mejor dicho, ésta consiste en la ausencia de la misma así como la necesidad de fabricarla. Si bien los animales nacen y están en el mundo, el hombre no se conforma simplemente con ese «estar», sino que quiere estar bien, persiguiendo por ello el tan conocido «bienestar», que ha pasado a ser, incluso, algo constitutivo de la dignidad humana: parece que si un hombre no logra ese estar bien su existencia es infrahumana, afectada por la violación de unos derechos básicos, indigna. Pero cabe preguntarse en este punto cuál es el eje vertical de ese bienestar, y no es otro que la técnica: hablar de ella es exactamente lo mismo que aludir a la construcción de esa naturaleza ausente, de esa bondad necesaria para el estar humano.

La cuestión es, entonces, profundizar en los efectos que ello ha tenido en los hombres: se ha perdido la individualidad, la identidad, y se ha ganado en deshumanización e impersonalidad. Así lo advertía Ortega en la Meditación de la técnica: «Vean, pues, los ingenieros cómo para ser ingenieros no basta con ser ingeniero. Mientras se están ocupando en su faena particular, la historia les quita el suelo de debajo de los pies. Es preciso estar alerta y salir del propio oficio: otear bien el paisaje de la vida que es siempre total. La facultad suprema para vivir no la da ningún oficio ni ninguna ciencia: es la sinopsis de todos los oficios y todas las ciencias, y muchas otras cosas además. Es la integral cautela. La vida humana y todo en ella es un constante y absoluto riesgo» [20]. Y añade, más adelante: «la técnica […] hace que al hombre puesto a vivir de fe en la técnica y sólo en ella, se le vacíe la vida. Porque ser técnico y sólo técnico es poder serlo todo y consecuentemente no ser nada determinado» [21].

Los efectos de la técnica son las condiciones actuales de la existencia humana: impersonalidad y pérdida de identidad. Así puede interpretarse al hilo de los textos orteguianos citados, donde el pensador vislumbra los efectos de la técnica en ese hombre medio europeo que acata lo que otros hacen, que aceptan una vida vacía cargada de actos técnicos y donde los otros son medios para alcanzar los fines técnicos propuestos, que son, a la vez, los fines vitales de la masa.

Así, desde un punto de vista orteguiano, la posibilidad del otro hoy queda delimitada por la técnica, por las consecuencias que de ella se derivan en la vida del hombre medio: si se pierde la individualidad porque se está inmerso en un bucle infinito de posibilidades que tienden al anonimato (pensemos, por ejemplo, en las redes de información como Internet, donde un solo individuo puede adoptar múltiples identidades, donde podemos contactar con personas que ni siquiera nos conocen, visitar ciudades a las que no hemos viajado o comprar algo sin necesitar que un dependiente nos informe, nos venda y nos cobre). La trascendencia hoy queda imbuida en la masa, donde el individuo asume su papel de hombre medio y corriente y tiende al solipsismo al que le aboca su ser técnico.

Pero, ¿no queda alternativa alguna a esta vuelta al solus ipse? Quizás podríamos defender la alteridad desde ese pensar poético al que nos remitía Machado. Y es que, según el poeta andaluz, la imaginación es la facultad esencial del hombre, y sólo desde ella se puede llevar a cabo la creación intelectual que nos acerque al otro. Este punto tiene una cierta consonancia con Ortega, para quien el hombre era, fundamentalmente, un animal fantástico debido al hecho de tener que crear su propia existencia, fabricarse su mundo, construir su vida e, incluso, como hemos visto, su naturaleza. El hombre es ese animal que no nace ya hecho, sino que tiene toda una vida por hacer y hacerse.

Desde el punto de vista de la fantasía puede decirse que es posible la alteridad, pues esa fantasía que se vislumbra en el pensar poético nos hace entender éste como un reducto del yo necesario para lograr un encuentro con el otro. Sin imaginación no hay creación, ya sea ésta técnica o estética: diferentes modos éstos de lograr la trascendencia.

Mientras que la realidad técnica subsume el encuentro en el yo y refleja un «otro que yo» sin identidad y anónimo, la creación estética puede comprenderse como una catarsis expresiva que necesita de la mediación del pensar y del encuentro con el otro. Incluso a partir de la aparentemente inocente contemplación, podríamos hablar de trascendencia: el hombre sale de sí y queda imbuido en lo que la obra y por ende, el autor, transmiten. En relación a ello, es importante remitirnos al concepto de pueblo como, y desde un punto de vista machadiano, el epicentro en el que se desarrolla la expresión artística propia, el folclore. Y desde aquí es posible, incluso más que un encuentro, un reencuentro con el otro al que no siempre conocemos: «Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo. Entendámonos: la hace alguien que no sabemos quién es, o que, en último término, podemos ignorar quién sea, sin el menor detrimento de la poesía» [22].

La creación estética implica un «y sin embargo» como una segunda parte de esa catarsis expresiva: parece que hay implícito un «después» que trasciende al propio individuo a partir de su obra. Es por ello por lo que cabe, si no la seguridad, sí la esperanza de que exista un reducto intelectual que nos permita certificar la alteridad, la existencia de un «otro que yo» desde la fantasía, o, lo que es lo mismo, desde esa capacidad creadora a la que nos aludía el pensar poético en su afán por dirigirse a lo heterogéneo. En los tiempos en los que la deshumanización es clave definitoria de la realidad, se hace necesario intentar realzar la diferencia en la existencia anónima del hombre medio, y ello sólo podrá ser viable mediante la creación artística, catarsis expresiva de individualidades que no gozan de ser sumisas en la mediocridad, que buscan más allá de lo funcional a lo creado y que, desde la mediación del pensar, trascienden su yo desde el decir de sus obras. Quizás sea, en este intento del decir propio de la creación artística, donde radique hoy la posibilidad de la alteridad, si bien sería también interesante atender en qué consiste actualmente esa palabra tomada y no siempre bien aprovechada.

 

Notas

[1] José Luis Abellán, El filósofo «Antonio Machado», Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 66. [volver]

[2] Pedro Cerezo Galán, El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, pp. 23-41. [volver]

[3] Ibídem, p. 24. [volver]

[4] José Luis Abellán, El filósofo «Antonio Machado», cit., p. 112. [volver]

[5] Antonio Machado, «Apuntes sobre Pío Baroja», en Los complementarios, Madrid, Cátedra, 1996, p. 88. [volver]

[6] Para profundizar en el pensar poético desde un punto de vista heideggeriano véase «¿Y para qué poetas?», en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1997. [volver]

[7] José Luis Abellán, El filósofo «Antonio Machado», cit., pp. 65-79. [volver]

[8] Antonio Machado, «Proverbios y cantares», XLVI, en Poesías completas, Madrid, Espasa Calpe, 2007, p. 237. [volver]

[9] Agustín Andreu, El cristianismo metafísico de Antonio Machado, Valencia, Pre-Textos, 2004. [volver]

[10] José Luis Abellán, El filósofo «Antonio Machado», cit., pp. 81-91. [volver]

[11] Ibídem, pp. 91-107. A partir de Juan de Mairena, Machado hace constar su preocupación por el problema de la conciencia. La cita que corresponde al libro de Abellán es una muestra de ello. Para profundizar en la cuestión, véase la obra original de Machado, Juan de Mairena, Madrid, Espasa Calpe, 1976. [volver]

[12] Antonio Machado, «Cancionero apócrifo», en Poesías completas, Madrid, Espasa Calpe, 2007, p. 346. [volver]

[13] José Luis Abellán, «La elaboración de pueblo como categoría cultural», en El filósofo «Antonio Machado», cit., pp. 107-21. [volver]

[14] José Luis Abellán, El filósofo «Antonio Machado», cit., p. 120. [volver]

[15] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid, Espasa Calpe, 2004, p. 77. [volver]

[16] Ibídem, p. 75. [volver]

[17] Ibídem, p. 96. [volver]

[18] José Luis Abellán, El filósofo «Antonio Machado», cit., p. 120. [volver]

[19] José Ortega y Gasset, La meditación de la técnica, Madrid, Alianza, 2002. [volver]

[20] Ibídem, pp. 39-40. [volver]

[21] Ibídem, p. 83. [volver]

[22] Antonio Machado, «Juan de Mairena», en Poesías completas, Madrid, Espasa Calpe, 2007, p. 47. [volver]

 

Fecha de publicación: junio 2009


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com