Tierras Altas

(2006)

 

Todo poema acota un espacio
y lo funda, baliza un territorio. Aquí
la altura es páramo
y remanso —los hombres callan— pero
el agua baja de los montes y su voz
desnudándose al aire me traspasa. Muchos
aquí se van y pocos
vuelven, los que se quedan vagan
como espectros rulfianos pero
su corazón sin catastrar ignora
la prisa y los registros. Aquí
los frutos son de otoño y cuando
llegan, porque las casas dan
al invierno y la flor se desploma
en ruina al pasmo de las noches
en pueblos sin escuela ni tabernas. Pero
todavía en algunos
es virtud la templanza y no se pierde
el hombre por el lucro o la apariencia. Estos
son los dominios del silencio. El tiempo
aquí se para. Y me traduce.
 
—Mojonera—
De pobres no pasamos ya, eso
está claro. Que a nadie extrañe nuestro
horizonte de pedregada rasa si nos fue
negado el mar y el día después
de la fiesta. Al arrimo del hábito somos
lo que la tierra dicta, lo que deja
en las venas sembrando bien somero. Llevamos
el olor a tomillo, la lentitud
del animal marcada a fuego, un crujido
de granzas como viento en la encina, la sed
por los rastrojos. Sólo crecemos al amparo
de la lluvia, por una linde la sangre
hierve y el frío nos reseca, de por vida,
el corazón. Por eso son anchas las paredes
de las casas y hasta los ríos son
conatos y cada cosecha elegía
y si el dolor nos cruza en lugar de ablentarlo
lo enquistamos, por donde nadie pase. Sólo
quien se resigna vive por estos pegujales,
por eso —huyendo voy de mí— nos sobra
lo poco que juntamos.
 
—Como ventana al cierzo—
 
Ahora que te observo jugar —a solas
como yo, ensimismado— me pregunto qué quedará
de tu niñez. No puedes ya ponerles motes
a las vacas y no sé dónde reside hoy
la emoción de nombrar (aquellas palabras
embrujo como el mar de Azov o la mosca
tse-tse, las capitales de carretilla, Kubla
Kahn en Ulan Bator, Tesino, Trebia
y Trasimeno). Pero eres
acaso el último que robarás
patatas para asarlas y tus ojos cometa
perciben las costumbres del tordo
y la perdiz, se agrandan, también
en silencio, de lluvia y mariposa.
 
—El único niño del pueblo—
 
Mientras volaban cuervos sobre el trigal
a lo lejos, en plena granazón, bajo
un cielo de tormenta, he visto las adelfas
rosas y la casa amarilla, los robles
más cobrizos con una luz
extrañamente provenzal. He visto
en el murmullo de la espiga tu amor
a los mineros por fangales
nevados, ababoles de Saint-Rémy, patatas
merecidas por el sudor. He visto
campesinas de Arenthe fundidas
con hulleros del Borinage. He visto
en un instante todo, como descarga
eléctrica, girando en espiral
con una lucidez que aterra.
 
—Cegado por Vincent—
 
Al fondo de las cárcavas el matorral
se espesa, corren ríos invisibles. El agua es
la memoria y mis ojos vagan lejos. Nada
existe que no sea abandono pues alguien
se encargó de borrar las trochas de las recuas, el aliento
final de quienes se negaron
a vender y murieron solos. Nadie
los enterró. Después de saquear las casas
cercaron con alambre la ignominia, se llevaron
las tejas y las losas, y los indicadores
de los pueblos. Por último fundieron
las campanas, robaron. Robaron.
El agua es la memoria y mis ojos
vagan lejos. Quebradas, rañas, torrenteras,
la corriente invisible en la maleza donde
la soledad se llama espino. Entre las ruinas
—silencio y medias hoces, fragmentos
desteñidos de cartas, óxido de herraduras—
se escucha todavía la voz de los arrieros
trabada en las mujeres. Los ojos vagan
lejos. Son las iglesias cuadras, broza
los cementerios, pena. El agua es
la memoria. Por todas partes suelas
de abarcas, zarzas, zarzas y más ortigas, zarzas
y únicamente zarzas.
 
—Buimanco—
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