El tiempo de los usureros

(2003)

 

Una docena de sospechas fundadas
Cuando llueve es más fácil
darse cuenta de cómo funciona
el mundo: nadie aparta
el paraguas.
El dinero, que siempre empobrece, los hace
devorar. Se devoran, apretones
de guantes, palmaditas en la espalda, tacones
altos y tiros largos. Acuden donde sea, allí donde haya
apariencia, ganancias. No sufren ni padecen, se ponen
a modo y aun así las manos siempre
limpias pues no se manchan, no se mojan.
 
—Gente con influencias—
Atan el pequinés a la farola y entran a comprar, falda
de cuero a medio muslo y bolso a juego, medias
negras en mayo. Van seguras. Señoras de, el sueldo
del mes de sus maridos supera el salario mínimo
interprofesional que fijó el gobierno para
todo un año. Han sabido compartir con varios
sus dosis de ternura sin cambiar de monitor ni pista
de tenis, ni de peluquero, ni de masajista, vuelta
y vuelta en rayos uva, en escabeche. Tampoco
de cirujano plástico. Pagan el pan con tarjeta, a veces
me imagino sus pubis tristes recogiendo cadáveres.
 
—Fungibles—
 
Relaciones laborales
 
Amarillo y azul, las barrenderas limpian
los ojos del amanecer. Debe de haber
belleza en su constancia. Con frío lento
se endurecen sus pezones y sería
preciso fingir, como la vez primera. Busco
siempre los márgenes. Ahora son sus labios
en el espejo: no existe la ciudad a media
mañana, el cuerpo tiene nombre ya
y puede acariciarse. Acaso
por escapar del barrio, antes
de dormirse, comprueban que su olor
es el mismo. Pero suelen teñirse el pelo.
 
—Amarillo y azul—
Sentarse en la ciudad como un extraño
sin salida. Los ojos de los pájaros tan cerca
del olvido, buscando a ciegas los días
de la niñez. Tirarse por la borda, sobre
París la niebla hablaba como tú.
 
Su flor de ensueño y tiza en un tambor
de detergente. Con el agua al cuello ajusta precio
en el mercado para llegar a fin de mes porque
el sueldo se va en hipotecas. Haciendo cuentas
no merece la pena tener —hasta que la muerte
nos separe— otro niño en lugar de un chucho porque
todos los hombres son basura, los hombres
que madrugan, los que trasnochan. No dice más
aunque le sobran las razones, los piropos de vivienda
social en las pupilas húmedas que le mandan camino
de la compra los albañiles, su venganza. Se le cae
la casa encima, manga por hombro, cuando de tripas corazón
le entristecen las tardes cocinando, las vecinas del barrio
dormitorio recién casadas. No obstante tan sólo las saluda
y al momento, sin nada que contar, se ensimisma
como se sumen los perfumes, mirándose
sin ganas en el espejo de los ascensores.
 
—Bajo el mismo patrón—
 
De mitos y enseñanzas
 
Miro a Ingeborg Bachmann en la foto
del libro, largo rato. La timidez, el peso
que nos dobla me exigen mantenerme
vigilante. Un mohín colegial, a lo Schneider, el pelo
corto y algo revuelto, granos. Nunca será, por tanto,
primavera, imposible recoger bayas si sigues
encogida de un frío distinto, el de los días
agrios. Mirando al suelo, la cabeza gacha, de exilio
en exilio la costa que se aleja, huir
hacia el sur que pisaron los nazis. Las ojeras
en sombra, oculta la mirada, lejos
del pensamiento que jamás se arrodilla, siempre
en lo sombrío. Lejos del sueño de las becadas en la encina
desvelado por cazadores domingueros. Son los ojos
de mi derrota, conocer el desprecio herida
tras herida, el silencio de las campanas, del amor
—nadie perdona, sé paciente—. La nariz algo
chata —hay que dejar de escribir poesía si dominas
la técnica— y un cuello incomprensible, como
de monja, a medias —no sabemos vivir, estamos
muertos—. Durante largo tiempo nos miramos, los labios,
las sombras, la atracción del nombre, la luz cenital,
la jaula del poema, el labriego. Y el laurel, que rebrota.
 
—Acecho y reflujo—
 
Interminables trenes de mercancías
o de la muerte cruzan por tu noche
como mujeres lentas de Gauguin.
 
Montón de nubes, aire de las colinas, acuérdate de Juan Rulfo
que platicaba un castellano a punto de caerse y sin embargo
supo lo misterioso, dio con el sentido. Acuérdate
que a duras penas fue capataz porque no valía
para el mando y andaba remontado por los cerros, lleno
de viento, taciturno, arrimado a su sombra y así
cortaba el agua con las manos y dejaba el lenguaje
en su pausa, de puro transparente, como se va
la sangre de una herida. Acuérdate que era rete flojo
de tanto y tan humilde, tan cabal, pero muy porfiado escribe
y tacha, escribe y borra, escribe y rompe, escribe
y escribe sin salir de los Bajos de Jalisco, un eco
en cada rama. Alguien tenía que oír la tristeza
del campesino, la miseria y el abandono de la tierra
pasmada, un pedazo de noche untado con desdicha,
el fatalismo del secano en los hombres despojo, a los músicos
de Oaxaca mero en medio de la nada, en la desolación
del llano grande. Alguien tenía que oír a las cantadoras
de palenque, a la noche muy alta y al río y el trigal
y a la tarde y el árbol y a los enterrados en vida
sin un destino donde caerse muertos. Montón de nubes, aire
de los bosques, acuérdate del mentado hijo
del desconsuelo que quería ser zopilote o maquinista
de tren y sin embargo supo lo misterioso, dio
con la palabra descarnada bien a bien, aunque platicase casi
indígena, con algo de orfanato. Mira su soledad
en el Nevado de Toluca, en Sayula, en Tonaya, desde
que el mundo es mundo. Cuantimás cuando le hierve la cabeza
en crudo, como piedra de San Juan Luvina donde los años
se amontonan junto al silencio en los sueños de los barrancos
y junto a las mujeres a por agua y al ventarrón negro
en la iglesia sin puertas y a los viejos que desconocen la risa
y se engarruñan porque los muertos pesan más que los vivos
y a los gobernadores que glosan su desvergüenza después
del derrumbe y a la cerrazón del polvo, la chicharra
y a las nubes, de filo, de la noche, que durmieron en vano
sobre el pueblo, buscando el calor de la gente, lo que se fue
con la riada. Acuérdate que la vida es muy seria, te deja
sin resuello, es de verse cómo te agarra de tanto arroyo
seco, de tanta pesadumbre por puños. Cuando ya no puedes
te agarra al cerro de la Media Luna o se cobra el olvido
en Comala. Montón de nubes, trigo de las colinas, acuérdate
que supo bien lo misterioso, que dio con la sustancia
a pausas. Luego que oigas sus murmullos nada más cierra
los ojos y recuerda un golpe seco contra la tierra
desmoronarse como si así fuera. No lo olvides, como
si así fuera.
 
—Por ver si agarra el hueso de durazno—
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