Mnemosine

(1981)

 

La soledad es un fuego

Tu cuerpo roturado maldecía
el rastrojo y el yermo,
al ventisquero que avivó la llama,
y a mí, por mencionarlo.

En aquel desvarío de lo lúmbreo,
hablabas de recinchos y vencejos,
mala tierra y malos moradores.
Yo abarcaba tu cuerpo,
tu piel de cobertizo;
besándote las manos, susurraba.
Me apartaste, unciste tu brial,
vi tu crin y tus brazos de leño
tentando entre las luces;
desde la oscuridad,
y el fuego lejanía,
abocabas la hiel de tu redoma.

Abrazaste la lumbre,
ese fuego secano
a ras del horizonte,
donde la soledad se hace maleza
y el hombre escupe barro
para sentir el eco
y alertar a los cielos
de su dolencia cósmica.

La soledad es un fuego,
un aire maldecido
en aliento de caos y de costumbre.

Con la aurora volvías;
te acercaste desnudo y abrasado.
Era tu cuerpo un garfio
flagelado y deshecho,
que supe revivir
desde mi carne ahumada.

 

Mar violeta

Aquella mar violeta que Homero percibió,
¿es este mismo mar que admiramos ahora?
Sobre lechos de espuma, una franja encendida
agolpa el horizonte y traspasa los barcos.

Hemos adormecido en el manso presente,
una frágil verdad que esconde lo tangible,
y es el eco del mar, en alboroto hundido,
el que nos hace ocasos desde su firme adentro.

Espectáculo mudo anega las miradas,
las épocas remansan en un vaivén quebrado,
borrando al regresar las huellas de los ojos.

No quiero ser tortura, negaciones y llanto;
mientras nos entregamos al mar y a los colores,
me invade el sufrimiento de las cosas que acaban,
al no poder sentir esta misma hermosura
fuera de los recuerdos, que surgen ya pasado.

Otra vez el otoño trae una cinta de mar,
una advertencia intacta en los matices nuevos.

Fugaces pasajeros, abrazos de inquietud:
¿quién podrá comprender la permanente dicha,
el beso singular de la cosmogonía?

 

Manhattan

Duerme Manhattan como una novia adúltera;
desde su manto sucio advierte las miradas,
doblega la cintura y acomoda desprecios,
consumido su mensaje de ciego
en vicio arrebatado desde las Avenidas.

Nadie sabe por qué, obscena, se remansa
en agresiones de inesperada fuga.

Más allá del sombrero del cielo,
las estrellas gotean, al descender colgadas
sobre el atrio nupcial donde vuelca la imagen
su escayola en los rostros: mundos desazonados
de cinco continentes, humareda de Dios,
y un solo paraíso.

Los guardianes de hierro palpitan ateridos;
sombras de cartabones, encierran las antorchas
que iluminan monolitos estrábicos,
para que el llanto adulto ocasione sus lágrimas
y los despojos hiervan cantos acuchillados,
hasta plegarse oscuros, consumados en retos.

Alboradas ascienden entre escoria y cenizas,
abrazando las luces del único rocío
sobre andrajos y sueños de los mugrientos lechos.

Es olvidado augurio el llanto de los niños
en las aceras turbias, ausentes de ternura,
allí donde los grises almenan hacinados.

¡Oh Manhattan! Estructura sin lágrimas,
reclama los azules, hunde los vertederos,
y devuelve sonrisas con vino adolescente,
como si fueras virgen todavía,
desde tu mueca joven de muchacha.

 

Ausencia

Los cautelosos pasos
anunciaban el rastro,
y llegaron hasta el viejo sillón desbaratado,
donde el cuerpo cayó como un estorbo.

Mozart cruzó la estancia:
relámpagos audaces, envueltos melodía,
salieron al encuentro
en aquel río gris.

Un sollozo quebró la madrugada;
las ventanas temblaron.

Maitines.

Sobre el sillón vacío
el sol se abandonaba.

 

Transcurrir

Veo el color neblino de la calle,
el gotear del agua persistente
sobre la superficie emborronada.

He pasado los años oyendo la cellisca
y el suave pampaneo cuando la lluvia escampa.
Fuimos aconteceres, cinturones trenzados,
que tú desmadejabas cerca del arco iris,
al enjugar con besos mis mejillas.

El tiempo ha transcurrido, y la quietud nos ronda.
Soy lenta melodía, imborrable escritura,
mientras caen sin aviso las sobras de los cielos.

Te doy mis ojos húmedos de letras;
no tengo más haber que esta andadura
ni más bagaje que mis pensamientos.

 

Tragaluz en el desván

Penetrarán las horas de este invierno
por esa boca sola, que no espera
más que un soplo de polvo y abandono.
La luz iba irisando con agujas,
mientras yo rebuscaba en los rincones
aquel dejado ayer de lo inservible.

El tiempo se detuvo en un instante;
yo descendí con él hacia otros años,
y palpé los enseres lentamente:
esa mesa de roble, aquel espejo,
el puño de un bastón, un manuscrito.
Todo tuvo su muerte inesperada,
su forzado trasiego silencioso.

Te recordé vencido, en aquel éxtasis;
retuve el manuscrito entre mis manos,
para saber por qué también aquello
sufría ya desprecio permanente
en el mundo confín desamparado.

 

En un jaular sin vuelo

Con su piel de zahón, bronca estatura,
va pisando gasones como quien pisa un lienzo,
y su planta de pie, limpia de tactos,
tiene la escocedura de lo agrario.

No pude comprender aquella valentía;
éramos convocados al escaso convite,
vano y perdido afán en un jaular sin vuelo,
donde el poder del sol acristala la tierra,
y ventea la lluvia sin darle cuerpo al barro.

Ese sur aterido, con rostro enjalbegado,
es, más que una retama, un cruce milenario
de legones y angustias con sal de lagrimales.

Transcurridos los años, asistiré a la fiesta;
seremos los peones, temporeros audaces
bajo un cielo que gime interminable.

Después no me preguntes; permanece, si quieres,
en esa soledad donde el aire es un tiento
ebrio de tono adusto y voz de miserere.
Yo volveré a mis verdes, alternados con greda,
a la quietud del agua recogida en albercas,
que encharcará rodales cercados de horizontes.

 
Copyright © Dionisia García

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