Diario de una enfermera

(1996)

 

28 de septiembre de 1993

Inclino la cabeza para que nadie sepa que ya no soy hu-
mana. Debemos pasar inadvertidos.
Todos los enfermeros provenimos de una raza de autómatas. Afuera, llueve sobre la clínica.
Un polvo pegajoso, negro y denso, cubre los coches y los
impermeables. Dentro, cada gramo de antibiótico es aplicado con indi-
ferencia.
Un buscador de oro recorre la zona de los mortuorios. Los científicos vacían a los animales. Ya no conozco a nadie que pueda ser humano.
¡Hay tanta muerte y tanto olor a muerte! Esta mañana han enterrado a un mono y a un hombre... Aquí sólo existe la lluvia negra de la muerte en los pa-
sillos.

EMBRIÓN. 17 de enero de 1994

Es un embrión varón el ser que extrajeron los médicos.

Sabemos que crecerá con una luz violeta en una máquina y
que su madre vendrá todos los días. Sabemos que el corazón pequeño del durmiente está agita-
do como una nube negra y que se chupa el pulgar y juega
con los líquidos. Tiene un ojo sin párpado con sueños estelares y centellea
su piel como la de los peces. Sabemos que domina el blanco en su cabeza y un manantial
azul resuena en su cianosis. Sigilosamente, alguien desconecta la máquina y la luz. Ha muerto dulcemente envuelto en unas heces más negras
que la tinta. Su madre le ha traído un pañal y un trajecito de hombre.

TERMINAL. 12 de febrero de 1996

Sé que voy a morir antes del próximo invierno. Pero he
sembrado las patatas, el trigo y las cebollas. Sigo dan-
do de comer a las gallinas y a los cerdos, aunque sé que
voy a morir antes de las heladas. Limpio meticulosamente la casa y los corrales. Me levan-
to y me acuesto cada día a mi hora. Sigo haciendo la co-
mida y el café.
Me limpio los dientes después de las comidas. Sigo le-
yendo el periódico y cosiendo ropa. He comenzado una bu-
fanda y unos calcetines para el próximo otoño. Salgo a la calle a hablar con los vecinos. Estoy pintan-
do la fachada de la casa y las paredes de la casa. Me
tomo las medicinas que me ha mandado el médico. Perseve-
ro en el rezo de mis oraciones. He reanudado una amistad que tenía perdida. Canto de vez
en cuando. Lloro de vez en cuando.
He plantado las flores de mi tumba. Todavía me enfado con mis hijos si no han hecho los de-
beres.
De vez en cuando voy a la peluquería y una vez al mes voy
a mirar zapatos. He contratado un viaje a la ciudad de Viena y un entierro
sencillo.
Tengo mi cama preparada y la ropa que me pondrá el amigo
que he recuperado. Cada noche, pienso en las cosas que aún no he podido ha-
cer y, si recuerdo algo, lo hago al día siguiente. Creo que cuando lleguen los azules momentos del invierno,
estaré todavía trabajando.

Guardia del 5 de abril de 1995

Ya no soporto la miseria de la noche.

Me espanta este lugar de animales medio muertos,
su anatomía ahogada de excrementos y de gasas que se lle-
va mi corazón a un pozo de jeringas. Los médicos se levantan de su sueño y vagan por las habi-
taciones
confundiendo los agujeros de las heridas y las córneas. Las visionarias enfermeras pisan en vano la sílaba lejana
de la misericordia y el amoníaco. ¡Oh, la noche!
Esta noche deseo un corazón más catatónico para deshacer
el oscurísimo lamento de la ira. Deseo que el anochecer y el amanecer sea un movimiento
vertiginoso que me aleje de este desesperado deber. Donde estoy, la noche es tan larga y tan maldita
como un reino de errores y de sal.

ANGIOPLASTIA. 13 de junio de 1995

Paso, desfalleciente, con mi bata traslúcida
al quirófano helado donde yace mi enfermo. Tiene una arteria ahorcada sobre la mesa fría
y un conjunto de médicos asaltan a su muerte. Observo desde un ángulo la operación inútil y
me abrasa el deseo de arrancarme los ojos. Desde la ingle, arriba, van pasando el catéter
hasta pinchar el húmedo corazón que se para. ¡Oh pájaros del miedo! ¡Oh violencias azules! Mi enfermo ha pronunciado un aullido obediente
y sobre mi cabeza se ha derrumbado el mundo. Se han movido los cielos. Un huracán proviene. He perdido mi vida, yo también. El relámpago agita los ojos de mi muerto.

MUERTOS. 17 de enero de 1996

Yo sé muy bien que un muerto no se da la vuelta ni abre
las manos, ni gira la cabeza para ver el otoño. Lo sé, racionalmente, porque he visto a los muertos con
su anatomía parada y exprimida
y nadie viene nunca a verlos cómo crecen. Y es que crecen a solas en el olvido de los hospitales,
dentro de esas auroras de acero a donde llegan para pa-
sar al frío eterno de los pobres. Si no se les aplasta el algodón preciso en las fosas
nasales
y la espesa torcida de algodón en la boca,
y la larga del recto, y las otras distancias,
ellos suben y suben la vida como el musgo
y se agarran los ojos y vuelven a por aire. Nada pasa en la muerte que no esté deslumbrado. Nada que la agonía no viole, si uno escucha. Se ve todo amarillo y dentro de la sábana se escuchan
los sollozos de animales muy blancos. —No importa que me crean. Yo sólo digo esto que pasará
a las manos de un muerto, como yo,
con las manos abiertas, que contemple este libro.— Creciendo y respirando algunos dan la vuelta
y arañan y se comen la tela y los pulmones. Pequeñas criaturas que despiertan del frío
y sufren en silencio porque no viene nadie. ¡Quién no ha entrado en el ruido de una madera rota,
del acero y el vaho que llega de la cámara! Sólo nuestras lesiones no escuchan a los muertos
y ellos se desesperan, terriblemente móviles,
mojados, prisioneros, despiertos,
y se van...

RUINAS. 28 de febrero de 1996

El hospital envejece con la luz encendida.

Tiembla la sangre, coagulada, en las bolas de algodón
y el mercurio de los termómetros cae, tóxico, desbor-
dando los suelos. Puedes hablar en las habitaciones de los agonizantes
sin que la sábana crepite con el almidón de las plan-
chas. Abrimos las vitrinas de los cirujanos y todo el ins-
trumental tiene restos de rostros. Nada está limpio y aparece limpio. En mi UVI y los quirófanos hay humo cubierto de hielo
y colillas de tabaco que se transparentan como paja en
el vidrio. Arterias, músculos y huesos, se han llevado los médi-
cos para adornar sus casas.
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