Hablando de pintura con un ciego

(1992)

 

Barra fija

Lo llaman algunos.
Otros dicen:
«Hace falta valor, coraje,
resistencia.» Y el caso
es que nadie sabe nada.
Levantar un vaso
es el único dilema
que puede llegar a interesarme
esta noche.

 

Levante

Para Ángel Luis, 1982

«Esta luz, esta luz
alicantina...», dije, llevándome
a la boca el bote de cerveza.
«Sí.» Era un 124 blanco, ¿no te acuerdas?
La brisa
entraba por la ventanilla.

 

Apocalipsis Now!

Lo que sobrevive aún de la mañana se desliza
lentamente
bajo una lluvia inesperada y fina, como en esos
sueños en los que no acabas de dormirte.
En Canarias, según dicen, es ya la una.
Ahí fuera, me parece, las personas son palillos,
títeres que maneja
una pesadilla colectiva.
Y en la radio vuelven a la carga una vez más,
con la alegría de un niño que se hurga los testículos,
hablándome y hablándonos de incendios,
de desiertos, de ruinas y de muertes
y de guerra.

 

El peso

Es esta condenada
impotencia.
Esta ausencia
hasta de rabia.
Este peso.
Sí, este peso:
como un frasco
de aspirinas
en un estómago
vacío.

 

El hombre de acción

Invertir cerca de un paquete
de cigarrillos
en la escritura
de un poema
de apenas ocho versos.
Pequeños riesgos
de la gran literatura
contemporánea.

 

El vaso

Siéntate
a la mesa.
Bebe un vaso
de agua. Saborea
cada trago.
Y piensa
en todo el tiempo
que has perdido.
El que estás perdiendo.
El tiempo
que te queda por perder.

 

El extranjero

Me asomo a la terraza.
Una mujer se arregla el pelo
delante de un espejo
en el edificio de enfrente
de mi casa.
Estaba leyendo
a Dostoyevski. Cierro el libro,
lo dejo encima de la mesa,
me siento y abro
otra cerveza. Qué aburrido,
Dostoyevski, la cerveza,
las mujeres, los libros,
los espejos. Qué aburrido
sentarse y esperar la muerte
mientras la gente fornica,
come, trabaja o se solaza
bajo el sol sucio de septiembre,
y uno sabe, positivamente,
que nada va a ocurrir.

 

A ninguna parte

Los pensionistas hablan de trombosis
en los autobuses
o aguardan el final
en los bancos de los parques públicos,
entre mierda de palomas y jeringas
ensangrentadas,
o me paran en la calle
ante escaparates llenos de electrodomésticos
para preguntarme la hora
e interesarse por la raza de mi perro.
Son las cinco de la tarde y todo
en la ciudad apesta a muerte.
Sé que es inútil. Llegar a casa,
ponerme aquí delante y redactar
quince o veinte líneas, qué más da,
esta especie de salvoconducto
a ninguna parte.

 

El borracho es un fingidor

La cosa es muy sencilla, en realidad.
Coges y agarras
una borrachera de dos días
y al tercero resucitas
de debajo de una pila
de mierda, sudor rancio,
sangre coagulada y heridas sin cicatrizar.
Luego te arrodillas
en el lugar más propicio de la casa
—la cocina, por ejemplo—
extiendes los brazos en cruz
como un santo enajenado bajo la lluvia
en una de esas infames películas de la Biblia
que rodaban hace años
en este país de todos los demonios,
y pides clemencia a Dios y a la memoria
de todos los muertos
y mediomuertos que conoces,
y llamas por teléfono,
agenda en mano, a la esperanza,
a los amigos,
enemigos
y otra gente
de sexo impreciso o intermedio
para anunciar a todos la inminencia
de tu último suicidio
mientras juras
y perjuras
no volverlo a hacer
hasta la próxima
vez.

 
Copyright © Roger Wolfe

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