Ulises

(1996)

 

La casa

Ésta es mi casa, vieja, con historia.
Dicen que fue cuartel y, antes, molino.
Lo cierto es que en su vientre guarda enormes
tinajas y secretos y ruidos
extraños.
          Tuve una niñera que veía
a mi abuelo en espíritu.
Mi abuelo Rafael, con su bigote
de opereta, mirándome muy fijo
desde el retrato del salón; yo siempre
lo sentí junto a mí, detrás, muy cerca,
como un escalofrío.

Los corrales, selváticos
—las tapias y graneros destruidos—,
llenos de malvas locas y de ortigas,
de avisperos y nidos,
son nuestra Arcadia. Aquí cazamos gatos
y buscamos tesoros escondidos
y saltamos con un paraguas roto
desde el tejado; somos indios,
vaqueros y piratas.
Aquí nos está todo permitido.

Ésta es mi casa, siempre abierta, alegre,
feliz con las carreras y los gritos
de los niños que ríen, saltan, juegan,
incansables. Diurno paraíso,
que en las noches de invierno,
cuando golpea el viento enfurecido
y deja el pueblo a oscuras,
se puebla de fantasmas presentidos,
de amenazantes pasos y de sombras
que acechan en la sombra,
mientras la noche pasa y yo tirito,
acurrucado entre las mantas,
esperando que el sol venga en mi auxilio.

Mayo, 1991

 

El pueblo

A Federico Fellini en Amarcord

Aquí nací, éste es mi pueblo, ésta
mi calle. Los naranjos,
que perfuman el aire en primavera,
nosotros los plantamos.

Éste soy yo. Aquéllos, mis amigos
—Paco, Loren, Manolo,
Manolito, Jesús, Pepe, Eduardo...—.
El maestro se llama don Alfonso.
Hay como un fondo amargo en la dureza
de su gesto y su tono,
y aun así lo queremos.
                       Nuestra escuela
es este caserón presuntuoso
—escaleras de mármol, azulejos
sevillanos, vidrieras...—. Yo la odio.
Acurrucado en mi pupitre, espero,
antes de oír el fastidioso
«Salvago, siga usted», que la campana
suene y anuncie que ha acabado otro
día de clase. Entonces, nos iremos
a jugar a las eras o al arroyo,
a guerrear con palos y con piedras
contra los otros niños
o a explorar prohibidos territorios.

La mujer que reparte la merienda,
ya la conoces, es mi madre.
Éstas son mis hermanas: Mari Trini,
la mayor, Mari Encarna, la morena,
la pequeñita es Góret
—al nacer, yo tenía cinco años
y aún quería ser Papa,
para que me llevaran por las calles
en una silla sobre andas—.

El hombre al que me acerco ahora,
con la mano extendida, es mi padre.
—En lugar de monedas, me da fichas
de juego, que me cambian en los bares.—
Es bueno de verdad. Nunca le ha hecho,
que nadie sepa, daño a nadie...,
salvo a nosotros. Pero son sus cosas,
esas cosas que enferman a mi madre,
que se tome unas copas o que juegue;
en fin, que llegue mal y tarde.
Qué le va a hacer... Nació un trece
del año trece y hace el trece
de trece hermanos. —No puede decirse
que la fortuna le haya acompañado.—

Ese viejo risueño y desdentado,
que va con una silla en la cabeza,
es el loco Chinorro. No sé dónde
meterme si se acerca
al portón de mi casa y con su voz
sonora, de tormenta,
llama a mi madre y le pregunta:
«¿Floreció ya el rosal, parienta?»
El tal rosal es un barrote mohoso
de hierro, que nos trajo una mañana,
ilusionado. El pobre loco,
al que mi madre siempre le contesta
que jamás vio un rosal igual de hermoso,
ríe contento y sigue su camino
por el camino de Sevilla
con su inocencia grande y con su silla.

Ese gitano fino, aquel del traje
azul a rayas, es Heredia.
Es el dueño del cine. Cada noche,
sin saberlo, alimenta
mi fértil fantasía. Entramos gratis,
y ahí voy, de la mano de mi hermana,
a soñar mil y un sueños, con los ojos
abiertos, embebido en la pantalla
—entre crujir de pipas y oportunos
aplausos, cuando al fin llegan los buenos—,
mientras cruzan radiantes y solemnes
las estrellas fugaces por el cielo.

Aquél es Casimiro, un borrachín
discreto y solitario,
con el que algunas veces bromeamos.
Le gusta sorprendernos con palabras
rebuscadas y hablarnos de la vida
—en especial, de las mujeres
a las que teme y mira
con sus ojos golosos, desde lejos—.

Aquel otro es Turutu, tiene fama
de miedoso, aunque estuvo
de voluntario en Rusia, combatiendo
contra los rusos.
Vive en una casucha abandonada
frente al barranco, fuera ya del pueblo,
con su miedo y su historia,
con sus negros recuerdos.

Éstos y otros son los personajes
que pueblan el teatro de mi infancia:
el terrible y temido loco Flores,
la Mona y su tembleque, el Porro, Juana;
María la tonta, a la que le cantamos
«María la tonta puso un puchero...»;
don Paco el boticario, señorial
y distante; Ramón el de los perros;
don Rafael, el médico que cura
con vocación de buen samaritano
nuestras heridas —siempre con sus puntos
y su inyección del tétano—;
los mariquitas que bajan de noche
al Pilar, doña Lola,
Enrique el sacristán, el cano Almagro;
doña Rosario, la matrona;
Rogelio, ese borracho
que anda tirado por bares y aceras,
al que enfadamos —«¡azúcar, Rogelio...!»—;
la sombra del Palomo y su leyenda
—un hombre, como tantos,
echado al monte por la guerra,
que regresó y buscó a los que mataron,
por sus ideas, a su madre
e hizo justicia por su cuenta—.

Éste es mi pueblo con sus casas blancas,
sus interiores negros,
su puente de Birrete sin un río
que anime su ojo tuerto,
con sus veranos cálidos, sus carros
cargados de melones, sus inviernos
medrosos, tristes, fríos,
y esas campanas que tocan a duelo
o repican alegres cuando hay fiesta
o nos despiertan cuando hay fuego
o callan cuando el último suicida
se arroja de cabeza al pozo
o se cuelga del cuello.

Aquí crecí, éste es mi pueblo, ésta
mi calle. Los naranjos,
que plantamos nosotros, siguen vivos
y perfumando.
Mis amigos son esos cuarentones
que van de sus asuntos al casino.
Mi casa es ésta, nueva, reformada,
hoy convertida en pisos.
Ésta es mi madre, ya su pelo negro
se volvió blanco y está herido
su corazón. Mi padre,
hasta anteayer un torbellino,
se ha sentado y da pena verlo así,
con lo que ha sido...

Turutu se murió. Se murió el loco
Chinorro. Casimiro
apareció ahorcado una mañana.
Yo me marché hace años.
Otra es mi vida y otros son los tiempos.
Otros, los ojos de los niños.

Mayo, 1991

 

Esa chica

Había renunciado, como un muerto,
a la vida, al placer. Me limitaba
a resistir —como un superviviente
el día después— cuando llegaste tú.
No hubo ningún milagro, aunque tampoco
lo esperaba. En el cielo, las estrellas
siguieron alumbrando indiferentes,
ajenas a nosotros.
                   Aquí abajo
nada cambió. El mundo siguió siendo
el infierno de siempre. Los diarios
siguieron vomitando corrupciones,
atentados, catástrofes... No puedo
ni siquiera decir que mejorase
mi opinión del amor. Por no cambiar,
no cambió ni mi suerte. —Soy el mismo
pertinaz perdedor.—
                     La diferencia
es sólo que estás tú y que contigo
todo es más soportable. Hasta la vida
vuelve a ser un placer
cuando estamos a gusto.

 

Ulises

Como cuando, de niño, volvía al internado
tras el sueño feliz y libre del verano,
se despierta cansado, de mal humor, con ese
viejo regusto a estafa. Desayuna y enciende,
entre molestas toses, el primer cigarrillo
—le hace daño, lo sabe, lo tiene prohibido,
pero se dice de algo hay que morir—. Qué importa
un poco de veneno más, si la vida es corta,
por mucho que se estire, y está ya envenenada.
La vida, este inútil trabajo, esta batalla
a muerte y sin descanso, que le obliga a lanzarse
un día más, sin ganas ni ilusión, a la calle.

Ante sí, otra mañana, calcada, repetida,
agobiante y penosa como una cuesta arriba,
que hay que salvar. Lo mira con desdén la portera.
Un vecino lo esquiva..., mejor. Mientras espera
el autobús o un taxi, le asalta la pregunta
de siempre, inevitable: «¿qué hago aquí?». Sin duda,
nada, o apenas nada que merezca el esfuerzo.
—Por momentos, envidia esa paz de los muertos.—
Se eterniza el camino en múltiples atascos
que son como la imagen a escala del gran caos
de este final de siglo, febril y cambalache,
que oculta sus miserias con elegantes trajes
y juguetes de lujo. Con fingido entusiasmo,
lo recibe un colega al llegar al despacho.
Se acomoda y reanuda el trabajo pendiente.
«A las doce —le anuncian— reunión con el jefe.»
Redactar un proyecto, escribir unas cuñas
para un nuevo producto de belleza, que nunca
podrá lograr que nadie sea más bello por dentro
ni más feliz, por más que nos prometa sueños.
El tedio de mentir, el asco de saberse
cómplice de este burdo rey Midas que convierte
en mercancía todo lo que tocan sus manos.
Mas el banco no espera —se cobra lo prestado,
con usura y con creces—. La trampa es tan grosera
que sueña echarse al monte, pero ya no es quien era.

Consulta su reloj. Entre una cosa y otra
—reuniones, proyectos— va llegando la hora
de comer. Se despide hasta luego. En un chino,
ante un plato de arroz tres delicias refrito
y una ensalada china, le sigue dando vueltas
al tema de la vida malgastada. Comprueba,
al apurar su taza de té, que es el segundo
paquete el que estrena. Total, la vida es humo.

Le queda tiempo aún para estirar las piernas
antes de proseguir. Un canto de sirenas
lo llama desde un cutre salón recreativo
y entra al trapo, sabiendo de sobra que es un timo.
Sólo para tentar su suerte o sentir algo,
un poco de emoción, como quien bebe un trago,
se deja seducir por una tragaperras
que, al cabo, le confirma que todo es una mierda.
En fin, otra razón de más, otro motivo
para pensar en serio en un remate digno,
pero la vida, astuta, sabe jugar sus cartas;
hacerle eso a su hijo sería una putada.
Hay que seguir. La tarde no ofrece nada nuevo:
proyectos, reuniones... En resumen, el tedio
de mentir, de saberse cómplice del mercado,
Polifemo insaciable que nos va devorando.
Sobre las nueve cierra su ordenador. Acaba,
hoy como ayer, un día idéntico a mañana.

Opta por desandar, paseando, el camino
de regreso. La noche lo tienta con sus brillos,
con sus archisabidas promesas, que desoye
porque, por experiencia, sabe ya lo que esconden.
Una atractiva joven se le acerca y le pide
fuego... Quizás podría..., pero no se decide
a dar el paso. No, no está para esos juegos
que exigen entusiasmo, dedicación y un cierto
grado de confianza en uno y en su hombría
—bastante quebrantada, sin moral, distraída
con otras obsesiones—. Cruza el centro, rumiando,
en soledad ruidosa, lo absurdo de su estado.
Mientras la juventud, en los bares de moda,
se agita y bulle, pasa pensando en otra época,
en noches de aventura y deseo, interminables;
sabía allí la vida a lo que ya no sabe.

Ensimismado y lejos de todo, con su exilio
interior, llega a casa, cansado. Ya su hijo
duerme. Le deja un beso en la frente y se queda
a su lado un instante. En el salón, lo espera
su mujer. Se saludan con frialdad. —Su rostro
presagia la tormenta; se masca mar de fondo.—
Sin apartar los ojos de su labor, pregunta,
seca: «¿Qué has hecho hoy?» En la tele se anuncia
la panacea de todos los males. Le responde:
«Trabajar.» Ella dice que eso ya lo supone,
«pero ¿en qué?». Demasiado... ¿Cómo contar la nada,
el tedio, la rutina, la relación forzada,
forzosa?... «¿No comprendes que me paso los días
sola, que necesito que llegues y me digas
que existo y que te importo?... Estoy sola, ¿lo entiendes?»
Lo entiende, pero ¿y ella? ¿Comprende que la gente
no acompaña?... Se lanzan mutuamente reproches,
como dos enemigos defienden posiciones
encontradas, se dicen lo que tal vez no sienten,
sólo por humillarse, sólo por defenderse.
Sin control, la tormenta va subiendo de tono,
gritan, se desesperan, se amenazan... Y todo
¿por qué?, se lo pregunta más tarde, cuando ella,
llorando, se retira a la cama. ¿No era
esto lo que esperaba todo el día, el momento
de regresar a casa, a su isla, a su centro,
olvidarse del mundo, de sus trampas y pompas,
cerrar la puerta a todo, al menos unas horas?

De mal humor, nervioso, enciende un cigarrillo,
el último. Se lava los dientes, cierra grifos
y cerrojos, se pone el pijama y se acuesta.
Ella nota su roce y se da media vuelta.
Bastaría decir perdona, mas ninguno
de los dos quiere dar por perdido ese pulso
—tendrían que sentirse culpables, para ello,
y no hay culpables, sólo víctimas del enredo—.
Como dos enemigos, con sus dos soledades
de espaldas, se vigilan por si acaso uno hace
un gesto que propicie el encuentro, el abrazo,
la paz que ambos desean..., pero esperan en vano.
Lo que llega es el sueño, como una dulce tregua
de libertad, el sueño, la muerte por entregas.

Marzo, 1992

 

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