Echarse al monte

(1997)

 

 
Estábamos allí, pegados a los bafles como
legaña al ojo, abriendo las botellas
con alicates a la salud de los atletas,
durante largos años.
En el triunfo del aire acondicionado, a intervalos percebes o
dragones, como quien entresaca remolacha y se vuelve de tanto
en tanto y nada ve de su tarea. A la sazón altivos en la in-
dolencia, parnasianos en el desaire.
 
Estábamos allí, con la ignorancia en boga
mientras nos hacían creernos dioses
dosificándonos lo prohibido, sin salirse
de madre. Así durante impunes años.
 
—A dónde vamos a ir a parar—
Alguien que aún recuerda baja
sin prisa los peldaños. A nadie
importa lo que ve, en otro tiempo
donde es señal la hora más temida,
de la calma y sus estaciones, el transcurso.
Desmonta rasgo a rasgo la derrota,
después de la tormenta las hojas que esparció
la piedra por el suelo. O si no
la oscuridad, en otro tiempo
de quien busca el envés tras el envés.
Cierro los ojos y me aguanto.
 
—Ocupación—
 
En las fotos de boda, con frecuencia
hay algo abotargado en cada pose, algo
insustancial como el trabajo en cadena
bajo el meloso histrión de los arrumacos.
Acaso sea sólo el revelado, cierto viraje
al esfumino, sobre todo en los fondos.
Quién sabe. De repente me sorprendo dando vueltas
sin sentido, del otro lado, tal a mi desaliento
esta tristeza en los gris con la lluvia martillo, las persianas
bajadas, a veces los frenazos en la calle y son casi tres días
entre sábanas follándonos a ratos como en una película nipona;
de algún modo este abismarse —el olor
 
a condones, los vasos llenos de colillas—
apelmaza las horas, embalsa la conciencia
en estratos sucesivos como si fuera un arrozal
de Indonesia. Habría que empezar de nuevo,
atreverse a salir, como si nada. Quién sabe,
probablemente sea marzo el mes del apareamiento.
 
—Negativo—
Propago intimidad de boca en boca.
Y callan. Son atroces las respuestas
que el terror neutraliza. Huelen
a intestino de cerdo recién colgado.
No obstante se desprenden del vacío,
lo surten de electrodomésticos y aplausos,
y al mismo tiempo se toman la molestia
de ignorarme (habla el enterrador).
 
—Túnel de nieve—
 
Tenían las pestañas muy pintadas, ciertas
muecas repetitivas como el hip-hop, perejil
en los floreros, palanganas, guitarras. Y cinco
relicarios para tapar los desconchados. Algún
brasero y abubillas, al menos
media docena de abubillas tintadas de negro.
En los grifos había esparadrapos, como
en un óleo vanguardista. Ramales sueltos
por el suelo, pentagramas, cucarachas, imperdibles.
Mientras, el capataz sincronizaba las excavadoras.
 
—Muñón—
 
Depew, New York, Lucille Clifton se alisa
la falda en un rincón del patio, llueven
las alas sueltas del bongó, oídos hacia
lo inaudito, un silencio en la jungla. Bajan
del cerro de las codornices lunas
de marfil y pasteles, carne nueva y vagidos
con canciones cajun meciendo
la brisa azucarada de Luisiana.
Ahora te recuerdo, tan ingenua, vírgenes los oídos. Cuando sé
que las mujeres de algodón que soñabas, secreta, espirituales
a la caída de la tarde en las plantaciones, tuvieron varios hi-
jos de sus padres y siempre en luna llena y supieron del látigo
y del cepo y arrastraron otros collares de cencerros, grilletes
propios. Ahora te recuerdo, cuando he visto
 
su paciencia de siempre, renovada,
su rabia semejante a la furia del Missouri,
contenida, curarse los desgarros con orines
en los fumaderos de crack de Brooklyn.
Ahora te echo en falta, lunas
de marfil y pasteles de carne, tantos cepos
he visto con tus ojos que eran míos
y son tan sólo ya palabras, en el tercer asalto
Evander Holyfield contra la lona
y nunca nos levantaremos. Nunca.
 
—Tantanes para los pechos secos—
Camino de su madriguera lacustre,
siempre con la ansiedad a sus espaldas,
un veterano del Vietcong acaba
de violar a una niña. Le apuntaba al pecho
con desgana. Conviene despreciarse
por completo. Los mismos ojos
de aquel chicano tembloroso a la altura
del paralelo diecisiete. Lleva prisa.
Ha resuelto un encargo muy sencillo
al norte de Namdinh. También lloraba.
La vida es una selva insomne de napalm, fotos fijas
noche tras noche, o niebla en los pantanos,
con frecuencia rociados de gasoil, los camaradas,
ardiendo como teas. La vida es de día
un francotirador que pesca en los manglares.
Lo que caiga.
 
—A sueldo—
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