Arden las pérdidas

(2003)

 

Viene el olvido

 

La luz hierve debajo de mis párpados.
De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales,
surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas,
advierto látigos vivientes
y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos
en las bujías del amanecer. Así
arden en mí los significados.
 
He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario
cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja
en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar
la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.
 
Palomas. Atraviesan la inexistencia.
Hay huellas de pastor frente al abismo. Cóncavas.
Todo se explica en la imposibilidad.
 
Hay úlceras en la pureza, vamos
de lo visible a lo invisible.
 
En este error descansa nuestro corazón.
						

 

He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó sin esperanza.
Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.
						

 

Aún nieva. Creo en la desaparición.
Creo en la ira.
						

 

Ira

 

¿Quién viene
dando gritos, anuncia
aquel verano, enciende
lámparas negras, silba
en la pureza azul de los cuchillos?
						

 

Gritan ante los muros calcinados.
 
Ven el perfil de los cuchillos, ven
el círculo del sol, la cirugía
del animal lleno de sombra.
                            Silban
en las fístulas blancas.
						

 

Vi
cuerpos al borde de
las acequias frías.
 
Amortajados
en la luz.
						

 

Más allá de la sombra

 

Veo la sombra en la sustancia roja del crepúsculo.
 
Cierro los ojos y
arden los límites.
						

 

Puse agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas
y vi la muerte más allá de la púrpura.
 
Ahora mis ojos ven en el pasado: grandes flores inmóviles, madres
atormentadas en sus hijos, líquenes fertilizados por la tristeza.
						

 

Quizá el silencio dura más allá de sí mismo y la existencia es sólo
un grito negro, un alarido ante la eternidad.
 
El error pesa en nuestros párpados.
						

 

Claridad sin descanso

 

Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí.
También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero
hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos.
 
No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es difícil
poner luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.
             Qué
estupidez tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio
abandonar la inexistencia y
morir después todos los días.
						

 

Sobre la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas,
en la desaparición del pensamiento,
tejen la yerba manos invisibles. Temo su pureza. Veo
lana sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y,
bajo ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
¿Soy yo quien mira con mis ojos?
Arden los huesos, oigo la fermentación del rocío: alguien llora bajo
los árboles torturados. Veo las llagas de la luz, altos patíbulos
y serpientes y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En cualquier caso, tengo miedo: los insectos vienen a mi corazón.

 
Copyright © Antonio Gamoneda

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