Libro del frío

(1992)

 

1

Geórgicas

 
Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón.

Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero, ¿qué hago yo delante del abismo?

Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.
 
Un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil al corazón.
Vi las esferas del sudor y los insectos en la dulzura;

luego, el crepúsculo en sus ojos;

después, el cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los
pájaros perseguidos por la luz.
 

2

El vigilante de la nieve

 
Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se
depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.

Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre, a la melancolía de las herramientas abandonadas.
 
Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.
 
Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y
sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.
 

3

Aún

 
Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa cáustica.
 
Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz.

Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.
 
No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me concierne.

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.

Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.
 
Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento es sólo recuerdo de la ira.

Ves la rosas temibles.

Ah caminante, ah confusión de párpados.
 
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.

Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.

Ah la pureza de los cuchillos abandonados.
 
Amé todas las pérdidas.

Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.
 

4

Pavana impura

 
La inexistencia es hueca como las máscaras y su visión es lívida,
pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias los ojos que
vieron la inexistencia.
 
Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la
amapola amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el
viento y el llanto.

Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados
por la esperanza.
 

5

Sábado

 
Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego.

En la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los
suicidas; está creando la vejez:

ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón.
 

6

Frío de límites

 
Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se
abre en ti: avefrías.

Viajan de lo visible a lo invisible. Ya

sólo hay invierno en las ramas inmóviles.
 
¿Es la luz esta sustancia que atraviesan los pájaros?

En el temblor del sílice se depositan cuarzo y espinas pulimentadas
por el vértigo. Sientes

el gemido del mar. Después,

frío de límites.
 

7

 
Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí.

He atravesado las cortinas blancas:

ya sólo hay luz dentro de mis ojos.

 
Copyright © Antonio Gamoneda

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