La mano fuera de su funda

(1993)

 

La hora de ensayo

     Empieza el llanto
     de la guitarra
                              y el recuerdo es halo
de lo que ahora mismo pasa; a la redonda, reunión
de tiempos que acordaron seguir siendo lejanos.
Aquella sala era un suspiro sin boca, cuenco
de inacabable brillo de nada. Y en ella se templaban
las paredes, las tres sillas de anea, el vaso
con agua condensada.
No sé si el polvo aquel —censo de medio siglo—
aprende de memoria su papel de testigo, si los techos
se han caído, si las paredes prosiguen alejándose camino
del exilio o fueron seducidas por un anticuario.
A veces pienso que la soledad es la conciencia
del tiempo y que vivir es ir formándose una firma en vítreo
que no acaba de hacerse. Y a veces siento
que el tiempo es la escritura que no cesa: leyéndolo,
levantamos polvo o, por decirlo de otra forma, animamos
una lejana gota de desierto.
                             Iba a la sala como
si atravesara la hora en punto de un cementerio
y se me helaba la memoria, oyendo
igual repertorio armado con los mismos tres arpegios,
tres golpes de antigüedad
dados sobre la puerta del recuerdo,
al tiempo que el candil y la guitarra reanudaban
su ensayo general, su víspera de ensueño.
La vida me ha dejado siempre lejos de los sitios, pero
de vez en cuando voy por caminos que se abren
en la sala en finales de agujeros y escucho
la voz cavada de mi padre y sus oratorios dedos
y una espectral coda abriéndose paso por un aire
que es fisonomía del eco.
Y me siento en el suelo —lámina de alpargata
que llegó a su más lejos— para asistir
a un infinito diezmo de rasgueo, a un comienzo
de llanto, a una extinción de tiempos.

 

Calle Cruéllar, 4

El barrio tiene aire de antiguo ventisquero.
Y he observado, naturalmente en el tiempo, que un medio siglo
de brisas como vientos han hecho de mi calle
un panal de lija, la maqueta carcomida
de un anticuario extraído de su cementerio.
Sigue el silencio siendo el mismo y la noche es
la octava baja de un aljibe en sueños.
El portón, sagrario para mediodía en el hueco del patio;
el lebrillo y el agua que se lee la partida de nacimiento
en el rincón donde mueren de oscuridad los gatos;
la escalera que mira atrás, que siempre mira
al que empieza a subir sin dar un paso.
Por las ventanas, dormitan macetas intermitentes,
se ven flores como papeles trapecistas o cuarzos
artesanos, pétreos pañales, calcetines
y pañuelos de hombre llenos de espantapájaros.
Por esas calles, casi búho, casi almendra
a destajo, un poco barlovento de vinos maleducados,
mi padre iba dentro de un espetón magnético,
terrible y solitario, la guitarra
a paso de su mano,
aldabón para pobres prostitutas, cencerro
que anunciaba la muerte en un vino a bocajarro.
Todavía, la calle exhibe el moho
de los entierros vecinales o aniversarios.
Y se oye un rasgueo, una pisada
de animal que nadie recuerda,
que verdaderamente por allí nunca ha pasado.

 

Hombres en la madrugada

Una campana de congelamiento, una gota
sobresaltada de silencio, un arco iris
de hilos imantados, un ajedrez
federico de jaques levitados como
si los trenes hubiesen llegado a su cementerio:
¡placeta y cielo de membranas
que no han abierto aún la boca!
                                Un lleno de luna
como luz que no acabara nunca de surgir del agua,
el desierto en la palma de un ladrillo,
un viento antes de salir de casa: ¡placeta
San Nicolás, el Albaycín y la pecera
de la imaginación fantasma!
                            Dos hombres:
uno, canta; y el otro, como gusano
con la fruta fuera de su cáscara, saca
males y bienes de la alforja inclemente de la guitarra.
El aire se rodea de circo romano
mientras la sangre todavía se busca a gatas.

 

Al anochecer, regresaba del campo

Volvía del andamio o de la viña; en realidad,
venía del amo como una mula sola y sin riendas
linealmente regresa hasta el establo.
Sudorosa, la borra del bolsillo;
los calzones, dándole vueltas a su orfelinato;
los ojos como una bandada
de perdigones hechos de excremento de pájaro;
y el estómago, una puñalada
de cal viva en el centro de un interminable espasmo.
El camino, su red en línea recta, le quemaba
como el hierro al rojo y un día del condenado.
El pueblo estaba a la distancia
de un tiro de penuria boca abajo.
Llegaba con el cuerpo
de un farol apagado,
casi oliéndose a estiércol, una especie
de laurel molido y melaza de charcos.
Y entraba en la taberna. Un solo
de vaso, rotundo y semejante a la momia de un espanto.
El tiempo y él, o lo que es lo mismo:
la reliquia de la eternidad en su mano,
y un rumor de cencerros bíblicos
e igualmente despacio
que traían el crepúsculo
en las hilachas de un despojo o un cansancio.
Mientras bebía, al fondo,
contra no sé qué cárcel o anticuario,
una guitarra
crujía a solas
               —como en la hornacina, un santo—
y despedía olor
fresco a carbón de palo.

 

Placeta de los Aljibes

(Recuerdo y homenaje)

Lo poco que tenemos es un agujero para que no se vaya
la altura, un cielorraso como pie que descansase
de su infinito camino arriba, una apoteosis
de calma, un palco donde la luz es gala
o incienso de amanecida.
Chacón y Manuel Torre, Federico y don Manuel,
Amalio Cuenca, Zuloaga, Jofré, Segovia,
Caracol
        y la placeta elevada a torre o a tablao
y las arpas enfundadas en sus sillas a la espera
de un temple que no fuera la orla de un suspiro
ni un hilo disecado en un telar de laureles.
Granada es cuna de peregrinos que hacen posada
en compañía de un apóstol hecho
con fibra de alhelí, de paloduz y albayalde.
Andalucía en pie de cante.
                           La placeta de los Aljibes,
en clave de aire, una gemela Torre del Homenaje.
La Alhambra dando vueltas por cobertizos o tapones
sánscritos hasta echarse a la cara un medio cielo
de escarchados calambres. Y el Albaycín, batiendo palmas
por la floresta de los alminares.
                                  El Cante jondo,
echando ramas para ser linaje,
reunía las guitarras
en adelfas de pura sangre.
                           Entonces hubo
muertos que se acordaron de sus vidas
y agrestes resurrecciones de laúdes transhumantes
que nadie había visto hasta el momento
en que aquellos meteoros pudieron desnudarse.
¡Año de gracia, santoral
que acuñó las monedas premonitorias del cante!

 

Vuelvo para ver lo que pasa todavía

Mi vida por aquellos años fue una canción
o solo de cañaveral, no sé por qué
ni a quién debida. Una canción con tiempos
de partitura sin ensayo. Me sumía
en tabernas que parecían —recuerdo— de mica ajada,
con borrachos sin pelo y sin bolsillo que tenían
cada uno en la mano su estrafalaria máscara.
Como una barca en dique seco,
navegaba mirando lo que se mudaba o aquello
que persistía:
               un aldabón, el cartel
de una corrida en tiempos de María Castaña,
doña Angustias tejiendo —¿para quién?—
igual prenda con una misma lana,
la gata y el brasero y el sereno montando
junto al mostrador la efemérides de su guardia.
Granada era una fiesta de silencio, un luto
por cosas tantas, siempre más lejanas, 
y me echaba a la calle hasta sentirme
cuerpo mismo de aquel empedrado fantasma.
¿Crecí...? ¿Soy esa horma
patética, mohosa y funeraria
de una tierra que nunca quiso
salir del polvo de su propia casa...?
Realmente, ¿vuelvo cada vez que voy...?
Todavía, compongo la canción aquella
que en las tabernas del Realejo balbuceaba,
el mismo solo de silencio,
                           igual nostalgia.

 

Mujer granadina ante la casa

Vivía sola y se pasaba el tiempo mirando
la ventana abierta como si esperara ver el aire:
La Sartena, por negra y por barriga.
Desde allí, los tejados se iban lejos
con forma de biseles derramándose
y los cipreses dirigían almohadones de palomas
y una intuición de ocultos, secretísimos cármenes.
¡Todo el día haciendo equilibrio en la magia
de una maceta unánime!
Nadie le vio algún hijo o la aventura
de un vecino con un par de copas equivocándose:
viuda de guerra;
del muerto, fiel amante.
Las mujeres aquellas eran candados públicos,
bíblicas puertas de clausura
                             (La Sartena, Lola, mi madre...)
y se movían entre lutos hereditarios
como el óxido vive el vinagre.
Por la ventana entraba la salud
de la mañana, el cielo con su lastre
de pájaros para que Dios no se haga
vacío, como un globo al elevarse;
entraba el silencioso ir y venir
inmóvil de la calle,
la falta de respiración
que tienen los portales
y alguna vez, al paso de un chirrido,
la madrugada abriéndose en alguna parte.
Desde el día a la noche, únicamente
pasaba trapos sobre los cristales,
sobre las sillas y el baúl, quitando el polvo
antes de que con las cosas se identificase.
Era mujer de sus labores, de su hueco vitalicio,
de su cuidar el sitio inexorable,
dueña de una pequeña eternidad,
limpio el polvo,
                 el baúl,
                          el puro aire.

 

En medio de la feria

Era un paisaje alado de carteles
e imaginarios vinos amarillos.
En el palco de Dios, unos castillos
doraban sus santísimos laureles.
Fotografías de hembras y caireles
en feria. La pasión en sus anillos
de palmas. Y unos ángeles murillos
alando el aire de los oropeles.
Más allá de la tarde y su tumulto,
del tronío y los trotes enjaezados
o del toro aplaudido por la arena,
un muro gris, todo un adobe adulto,
cuida los campos atrigalantados
y el reino solariego de la pena.

 

Andaluz

A veces, se movía. Una desgana
a ratos le escocía en la cintura.
Desperezándose, era la altura
de un cadáver metido a filigrana.

Tumbao, hacía el día de mañana.
Horneaba horizontes sin hechura;
y era, sin gesto apenas, la figura
del pozo seco en una arena vana.

Nada valía un poco ni la pena
de incorporarse a ver lo que sucede
cuando los hombres nacen para irse.

Se había adjudicado la condena
de ver si, con vivir, la tierra puede  
quedarse inmóvil y después morirse.

 

Eloísa, al lado

Ni siquiera el plenipotenciario diezmo de la migaja.
Había noches en que Pepe volvía con las manos
detrás de la guitarra, sin traer un duro
ni un pastel. Regresaba en un decrépito empujón
sin que pusiera en la almohada la yerra de una palabra.
Eloísa, como pavesa o ceniza
en estado de gracia, recogía
manchas de vino, borras, delatores
pañuelos, cáscaras metidas a recuerdo
de fantasía en abundancia.
La casa era la postal sepia de un día prometido,
el olor a humedad que ocupa el cuerpo de la nostalgia;
la llave colgada de su mancha; la ventana,
cubierta de polvo hecho tela metálica;
el plato en posición de tiro al blanco
y la guitarra en pie en la momia de la máscara.
Al fondo, los tres niños, deshilachas
y enredado ovillo de lana.
Por la forma precaria de llegar, ella sabía
cuánta dureza en sombra acumulaba.
Sin encender la lámpara, veía
la escena atormentada del retrete, el ritual
fosforescente del bicarbonato, el cansancio
del pantalón sobre la silla, el hueco
panteón en que se recogía la guitarra.
Pepe, en su escaso plenilunio,
maldecía, eructaba
y era un acorde o ascua la blasfemia
que caía envuelta en rayos sobre la cama.
Eloísa, sin media vuelta apenas, al borde 
del abismo,
            a su soledad y luto se abrazaba.

 

Momento de cante

Sin movernos, podríamos estar dando la vuelta al mundo
o ir al infinito a poner una estrella en punto
y recorrer quizá la distancia que separa
la muerte de su origen absoluto.
Podríamos entendernos con las sombras,
los secretos o las desgracias, con los delirios juntos,
darnos las manos en lazos de colores
o hablarnos en la fe con que crece un trigal mudo,
arrimarnos a la temperatura astróloga
de un carnaval o un arco iris.
Podríamos en ese instante ser el icono
de un megaterio, un sándalo, de un claroscuro;
de una Primera Comunión blanquísima
con todos los pecados rigurosamente puros
o entretenernos con las cartas
alternativas y enigmáticas del futuro.
Podríamos, sin movernos del sitio en que nacimos,
abrir otro mar Rojo y el camino o cuña
de la distancia, ¡el espejismo huérfano
de un hombre que, en el horizonte, aparece desnudo!
Ahora que somos solo o ciprés de guitarra,
podríamos
ser epicentro de la explosión aromática del capullo
y abrirnos —brisa o menta— en el polen solitario
de este numismático, cadavérico minuto.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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