La soledad en fiesta

(1986)

 

Mis amigos excavan en Alhama

Sale un ánfora,
                un hueso,
                          un memorándum de olvido,
una academia de pulidos cuarzos,
                                 un busto
lácteo,
        un hoyo con hogueras enterradas,
una danza ante un velo diluido,
                                un infinito
compás de espera en una indescifrable piedra tallada.
Sale un licor de juncia,
                         el árbol
de una forestación de oro.
                           Y sale
un arco iris de aguas minerales,
el acróstico malabarismo de unos surtidores.
Y la tierra se pronuncia como una decoración
que antes nunca se estrenara.
                              Y se oyen
resurrecciones,
                fotos de magnesio,
                                   golpes
de llaga transparente o de crepúsculo,
                                       candentes arcos
de anunciación...
                  De pronto, descubrimos la promesa,
el río que no estaba porque no vimos su cauce,
la manifestación del jubileo,
                              la acrobacia
del tiempo en una rama,
                        ¡y ese oído
de tierra adentro que nos trae
la partida genital de nuestro advenimiento...!
Sale una brizna de hondura inolvidable.
Sale un calor de misterio que nos da la mano...

 

Fotografía de los ríos

Tus ríos son guadales, ¡barro elevado a lluvia navegable!
Y hacen que la tierra se adobe con un tejido
calado, con una ortografía de pausas en relieve.
Ríos que dejan su manopla de alhajas claras
para hacerse aldabón, golpe de adúcar.
                                       Caudales
que lejos son alema y alajor, cuños de plasma,
servicio Guadalhorce,
                      Guadalete,
Guadalfeo,
           Guadalbullón,
                         espasmo
de alcorque y largo ministerio
en un Guadalquivir que bebe alfaidas.
Ésta es la hidrografía del encaje,
                                   el telar
donde se fijan sierras
                       –alcancías de agua–
guadalimares y guadiatos,
                          diseños
de pujanza en un débil Guadalmellato,
                                      gota,
rocío de una cuerda de albercas en Guadajoz
y un suspiro de charco en Guadelteba...
¡Qué miel de regadío,
                      qué panal
de acequias
            en donde Andalucía es toda abeja!
Un sonajero de alhajeros músicos,
                                  timbales,
dulzainas,
           chirimías despierta las murallas,
los barrancos,
               da primavera al valle,
pone anillos a Arcos de la Frontera,
deja un cuchillo en Almijara,
                              moja
un pañuelo de magia en Grazalema,
medita en una arcilla con la forma de Andújar,
se oculta en una sombra al pasar por Granada
y arrastra huellas de toros y marismas
hasta subir al altar tartesio de Sanlúcar...
Un puñado de sonidos fluviales,
Sur que se esconde bajo el agua
y llega
        –hondo Guadiana–
                         hasta el confín del mundo...

 

Un caballo galopa por la playa

Al alba, un potro trae puesto el rayo
y distribuye fuerza por la playa.
No es una nube y, sin embargo, anuncia
la olimpíada,
              la limpia majestad del fuego.

Todo es cal
            –ceniza y alucinación de la luz–,
caída sideral del cuarzo,
                          podredumbre
de espumas que en la sal se purifican,
ojo que estudia la emoción orgánica
de la extendida claridad,
                          estatua
que aprende antigüedad junto a un olivo...

Frente al mar, confeccionan su tarea
los pescadores
                y la eternidad
es un trozo de tiempo que gotea entre las redes.
Un niño pinta globos de mentira en la arena
y el cielo es una fiesta de familias rupestres.

Ante la choza, un hombre quema sus raíces,
hace una pira de sarmientos, se constituye
en Monte Sinaí de diez quejidos;
y sale un escozor que nunca es humo,
sino vapor de sangre,
                      cante de anticuario,
ungüento de dolor por lo mucho que en otro tiempo ha sido.

Nadie da un paso, va de un sitio a otro,
pronuncia huellas en la arena, mira
al otro lado de los montes:
                            son estatuas,
puras formas de ser más anteriores,
yacimiento arqueológico que nos revela
una existencia aún para mañana.

A la hora del vino, el mediodía vibra
como una fragua que fundiese espejos.

Y el potro está ya de regreso,
                               pero sigue
hilando orilla,
                cauce de frontera,
                                   desenrollando
un resplandor antiguo
                      para que el tiempo dure.

 

Capileira desde mi grabado

Contempla este resguardo,
                          este salto de locura,
y llévalo a morir contigo:
                           hasta aquí llega Dios,
que nunca se pasea por el llano.
                                 Bébete
el vacío;
          por una vez, mira cómo se abre la tierra;
contén el corazón en una mano,
                               escupe
infinitajos,
             rompe el oráculo,
                               pesa el mundo
por rocas,
           por desechos de deshielo,
                                     por acrobáticas
aguas minerales;
                 ten la medida del hombre
por aquel campesino que, azada al hombro, se dirige
al encuentro infecundo de la nada...
Y dime si no es Dios la agrimensura
de un abismo,
              el calibre paralítico
de este espacio cruzado por una sola ala...

Alcaparras,
            techos alcatifados,
                                búhos
que se evaporan en tenues alcarrazas,
alcoranes que han sido antes ceniza
y nacen con el pico antiguamente carbonizado,
¡Alpujarras a lomos del infierno,
                                  una reata
de montes que van hacia el fin del mundo!

 

Río Genil que estás así en la tierra...

El río siempre está a la puerta
                                 y mira
                                         y no la moja
y hace como que se olvida de su tenue curso
y va plantando esquinas,
                         cerezos,
                                  zarzas,
cañaverales y otros bosques.
                             Canta
lavando piedras que ya no tienen mancha.
                                         Fabrica
charcos.
         Se avada en una sola orilla,
y pasa ante añojales que no saben
si ser erial es fruto ya acabado.

Granada es una torre allá a lo lejos...

Y el río –un gusano impostergable–
baja a saltos de rastra,
                         a contracciones
de aros de agua,
                 queriendo llevar
un vuelo de corriente evaporada.

Al fondo, la ciudad
                     –una palmera,
espejismo de fuentes y alcazabas–
                                  sueña
con un farallo, con un humor de agua.

Pero al río lo beben los peñascos,
                                   los álamos
que son riegos de frescura fosilizada,
                                       los mimbrerales
–lúcidas sanguijuelas, adobes de la orilla–,
                                             los algodones
rasos de agosto,
                 los manantiales que se van para otro sitio.

Y llega el río
                y saca un pergamino
y lee la escritura del agua más antigua.
Y hay una fiesta, un comprender los surtidores
el estado solemne de un río en su pobreza.

 

Carta al estudio abaycinero de Rafael Guillén

Estás para escuchar campanas,
                              ronquidos de penca,
la contracción facsímil de un tejado,
el aleteo medieval de un búho,
                               la cantata
a una sola voz del río...
                          Estás
para mirar las cantidades de lo que no te falta:
una Alhambra que sale de su casa y se achica
en la retina de tu ventana,
                            un cielo
que es una comba de bonanza,
                             los tejados
en manifestación de atardeceres,
                                 la Sierra
que inventa astronomías de gallos
                                  y el silencio
que confunde tu casa con una miniaturista posada.

Te recuerdo entre libros,
                          fajalauzas,
                                      viveros
de arqueología,
                vinos,
                       vientos,
                                límites
del más allá,
              un teléfono directo
con el Salón Dorado,
                     mecedoras,
y un aire lleno de cristal derramado
como un surtidor en la azotea.

Desde esta orilla atlántica
                             preparo
mi pertinaz peregrinaje:
                         ¡soy un ciego
que quisiera tirarse de cabeza
a un estanque de luz en llamas!

                                Tú eres
mi modelo de polo desandariego,
                                la Veleta
al Sur que hace verdad mi báculo, 
                                  la romería
de cuatro por la calle de San Pedro;
y quisiera decirte que has comprado a Dios
tu secreta Torre del Homenaje,
                               que si hace tiempo
dijiste que era antes de la esperanza,       
                                       hoy
habitas entre estrellas y farolas
de las que sale luz para mejoría del cielo.

Escríbeme a Granada,
                     amigo,
                            donde falto,
hasta que vaya a recogerme en tu palabra.

 

Meditación ante Guadix

(Las cuevas)

Lo primero que veo es un panteón de Néjar
                                          boca abajo,
la cueva de Aracena con el vientre fuera de madre;
y te imagino como suma total de candiles anémicos
o una población de cauchiles estrangulados.
Tú eres otra prehistoria más cercana al hombre,
la humanidad destilada como semen de hormigas,
un sánscrito hemisferio de unos metros calados,
el circuito natural del céntrico destierro.
Tienes algo de tarjeta postal de un tranquilo infierno,
como si, en vez de hombres, te habitaran pedazos
de estalactitas
                y estupefactos rincones,
restos de insignificantes dinosaurios o fuegos
fatuos de magnéticas iguanas.

Pareces un proyecto fallido de acueducto
en agujeros,
             cedazo para un volcán sin estruendo,
una fruta impotente roída por un enjambre
de gusanos sin cuerpo,
                       vid cuajada
en un racimo de sequía.
                        Espejismo,
transpuesta la acrobacia unánime del desierto.

¿Reliquia...?
              ¿Exvoto...?
                          ¿Ósea memoria
de apocalipsis...?
                   ¿Una biblia de ermitas...?
¿Una instantánea de hornos termales...?
¿El prólogo 
            o, acaso,
nunciatura del bárbaro principio...?

Busco al Mesías.
                 Me siento en el polvo
y miro al sol comerse las cataclísmicas paredes,
mientras un niño sale en la boca de un grito
y muestra al mundo sus señas genitales...

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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