Fieles guirnaldas fugitivas

(1990)

 

Resplandor aún de día

A Vicente Aleixandre

Cuántas veces al paso de la noche alejándose,
levedad de una carne todavía entre tus dedos,
esperabas el viejo bus de Torremolinos
entre los iniciados en misteriosos cultos
de madrugada: cáñamo, nórdicos del alcohol,
legionarios, rameras de carmín y cansancio,
sibilas blasfemantes vendiendo lechos gálicos,
senos de parafina equivocando el goce,
el marinero tímido...

Furtivamente casi, avergonzado, enfrente
veías auroral lucir la escrita piedra,
fúlgida al resplandor del nombre que enaltece
en perennes palabras: «Aquí vivió...» ¿Quién mira
la lápida y su gloria? Como en hoguera fétida
arde la podredumbre, el sexo se insinúa
bajo el dril, perseguido por ojos ya sin brillo.
Brilla «...el poeta». Oyes el golpe resonante
del mar latiendo apenas, corazón, ala, llanto;
«...el poeta Vicente Aleixandre». Aún joven
lo recuerdas, naranjos del alcázar de Córdoba,
Trastámaras de sombras huyentes por los bojes
geométricos al címbalo de la mañana limpia.

Ebriedad de la luz, ebriedad de la palma
en sus ojos sabiendo
y el agua, sus palabras sobre la sed del mármol.
Bebiste la poesía del hontanar más puro.
También en Velintonia con el clauso jardín
y la excusada puerta: diván, tabardo, Góngora
avizor desde frías penumbras velazqueñas.
Allí huerto, vergel, edén o paraíso,
el árbol de su vida creciendo en lumbre, en brasas,
en entrega total, en rapto deslumbrante,
tendía los ramajes ígneos sobre el que llega
palpitante al oráculo,
como cobija el bosque anocheciente al niño.

Y es ésta la ciudad, interminable noche
que defiendes tu cripta con uñas de negrura,
de sus días marinos, del dintel de la dicha,
perdidos como un agua desvelada que pasa
silenciosa y no vuelve.

 

David

Siempre se colocaba en el rincón del bar que le favorecía.
Donatello o Verrocchio le rizaban la ménade cabeza
a las cambiantes luces giratorias,
mientras un rayo fijo cincelaba su mano
sosteniendo los Craven A.
Cuando en el aire de la turbia pantalla
Satan Boy aparecía
irguiendo la marea del alcohol y los tactos,
apenas si un latido en la sien daba vida
a aquel perfil toscano
como veta de áurea pirita sobre mármol.
Los ojos que auguraban la lluvia con sus vidrios,
eran dos piedras duras mojadas por la ira
o el desprecio, pupilas minerales, vacías,
enfoscadas de nácares.
Así fue la mirada de Lilith la serpiente, fornicando.
Como ofidio carísimo
se tendía en los lechos, pagado con divisas,
inmóvil, con las manos fijas bajo la nuca.
Era entonces estatua para embalar.
Destino:
Salón renacentista, años 20, Los Ángeles.

 

Turiferario

Fue envejeciendo casi sin saberlo
el joven levita.
Jugó con fuego el turiferario:
como piña de oro lo lanzaba,
como balón a cesta.
En las mañanas de la gloria iba
radiante, él la gloria de este mundo,
puro portando aéreo el braserillo.
Benditos por el preste quemaba los inciensos,
el olíbano macho
y ardía entre las brasas la turpe sabandija de lascivias
y su olor era grato a las alturas.
Pero sus rizos ya no eran los del ángel turífero
de Zurbarán.
Pasó a ser pertiguero. Damasco guarnecido
fajado de galones del blanco ropón fausto,
la vara plateada en el guante morado como una pica o cetro,
el charol con hebillas aplastando enemigos,
pompas, demonio, carne.
Quedó en la sacristía con el tiempo.
Doblaba las casullas olorosas,
restañaba la cera,
acariciaba el fleco del manípulo,
la mitral diocesal. Y abría cajoneras,
hondos vientres de grávidas bateas
para el frutal de árboles litúrgicos:
rosa de las Candelas, azul de Siempre Limpia,
cuajarón de los Mártires.
Y se miró una tarde en el alinde turbio
de boceles austríacos.
Salió. Sonaba cerca y profundo en un sótano,
entre bombillas rojas, el lamento de un saxo.
Bajó deprisa la escalera oscura.

 

Jazmín

Para Quinín García de la Bárcena

Amiga mía, a veces si estoy leyendo y llueve
como ahora, tu voz parece oírse cerca,
por entre los grabados del pasillo y la cal
que intenta ser imagen de un callejón de Córdoba.

Brilla en el vaso apenas un copo de jazmines,
el fugitivo olor que tu mano ordenaba
sobre el mantel listado, con el pan y el cubierto
de la ternura abierta en la frugal vianda.

¿Te olvidamos un poco? Tú cruzas silenciosa.
Nuestros días se han hecho sordos y no esperamos,
con la vejez terrible, unas lágrimas frescas.
El llanto es privilegio de los amores jóvenes.

Mas tu perfil en sepia de la fotografía
me lleva hasta los libres, primeros años 30:
las trenzas —Lily Cépannek— en diadema de mieses,
la angostura del cóctel, la rosa de un abdullah.

Aquel túnel de sangre del verano... Chirriando
se detuvo el expreso en andenes hostiles
y atrás quedó el bagaje y el inútil retorno
talló de sales duras la mirada al pasado.

Luego, ya tejedora de bufandas de hastío,
vas y vienes, levantas el estor, la sonrisa,
y en el alféizar húmedo desmenuzas las migas
doradas para el ave mortal de la tristeza.

Oscurece tan pronto. Obediente a los signos
caminas al encuentro en el atrio sombrío.
Fulge a la luna el miedo cipresal de la noche
y está el naipe marcado con la indecible cifra.

 

Hace ya tiempo

Cándida Guerrero Natera

Hace ya tiempo que no sé de ti
y está la sierra como te gustaba
con el otoño.
Por Escalonias y por San Calixto
a las primeras lluvias han crecido
las hierbas y una seña silenciosa
me entregan tuya en verdor y aroma.
Las ciervas ramonean acebuches
y está la brama resonando fiera,
en el fragor del monte su sollozo.
El venado de sombra taciturna
alza la cuerna como un candelabro
que incendiara de celo y oro el bosque,
y el jaro jabalí híspido bate
el hosco ramo prieto de la encina,
tal me decías.

Hace ya tiempo que callas, lejana.
Mañana de los lunes en el viejo
archivo provincial, legajos, cintas
rojas de las carpetas, boletines.
Todo el oficinal rito perenne
se estremecía al aire del lentisco,
al varear de juncos en las fugas,
al corno inglés en óperas de Weber.

Y queda aún olor de jara y pólvora,
en el veraz relato, entre tus manos,
hace ya tiempo.

Y pienso en ti y sonrío y me es grata
tu memoria, como una prenda usada
de abrigo al calofrío de la casa.

 

Quinta Angustia

Glorían a tu sierva que te acuna en la muerte,
más que el batir de alas y azucenas del ángel,
estas llagas que asperjan con tu sangre la sábana.
Ahora ya sí soy reina y bendita entre todas.
Ahora lloro el magníficat de la tribulación.

Otra vez mi regazo te da luna y cobijo
en este alumbramiento puerperal y cruento
—el crepúsculo cárdeno tiene una luz de orto—
y esa espina en almete que trochó tu cabeza
punza en mi mano erguida con pureza de lirio.

Pegujal sean mis brazos para tu sepultura...
En los juncos del huerto dejad la parihuela
y no aprestéis jofainas, ni vendajes, ni bálsamos.
Unja sólo mi llanto las arterias en ascuas
y los besos sean lienzo que empape tus heridas.

Pues tu sangre es mi sangre y esa lanzada agónica
que hiela tu costado con su garra aterida
mi corazón anega en un frío de espadas,
y estoy sentada y sola con mi mortal quebranto:
los que vais de camino no apartéis vuestros ojos.

 

Plaza del Poeta Juan Bernier

Sería imposible invocarte desde la aflicción,
desde el rincón de mármoles y musgo
donde la umbría tira con mano húmeda
de tu mano de siembra, de tu mano con pulso
de corazón abierto y pródigo.
Porque la muerte era para ti un deseo demasiado pretencioso
alejado en la lluvia de los días distintos,
como distintos son los cuerpos de oro y de hiel que amamos
jóvenes, en tacto, en roce, en consumación.
Tampoco podríamos acompasar las flautas en tu ofrenda
hasta la puerta que vela lo oscuro,
ni dejar esa flor en el umbral que cierran las rasillas,
no eras tú poeta de lo etéreo
sino hombre de sed
y amabas en los dioses a los hombres
con su destino áspero y hermoso.
Vano sería el ayuno, el recitar de una plegaria,
y mis labios están cerrados a la oración,
porque tú eres ya la sombra del dios en su eclipse,
y no quiero ser el escriba sentado en el luto,
Ricardo, Juan,
sino el amanuense textual de los días del sol
cuando la vida era un vino fresco
y la entrega un cintillo de promesas rientes.

Buscando la taberna más recóndita,
el mercenario abrazo furtivo, como entonces,
bajaré hasta tu plaza esta noche sin luna y sin presagios.
Allí donde crece el naranjo y está el banco
en que tú la esperaste.

 

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