Antes que el tiempo acabe

(1978)

 

Todoslossantos

Suena la noche, suena el cautiverio
tenebroso, cadenas arrastradas
por el mármol. Inician las maderas
y el metal la batalla de la orquesta,
la nublada obertura crece suave,
gotea la cera sobre el paño negro.
Si pudieras dormir. Agazapado
el volatín de los timbales salta,
ríe, te trae desnudo hasta la cama,
bufón de cresta roja, cascabeles.
Ya no puedes dormir. Estás conmigo,
ah, vana sombra, aparta tu ternura,
tu torrente de lágrimas: la grave
camelia del oboe se desangra.
Ahí está la mancha. Leve, asciende,
voces humanas, órgano, los tubos
plateados del álamo en el bosque
tienen tu voz. Apaga los blandones,
retira antifonarios. Barbitúricos,
dosis letal de fiebre y laberinto,
tu cabellera flota todavía
por amargos violines del insomnio.
Sube el fagot, el panteón cerrado
ilumina la ojiva de las arpas,
pabilos crujen junto al hueco oscuro.
Humo es el sauce y su atabal ceniza.
Bebe en mi corazón. Cómo estremecen
las lilas, las violas, las sonoras
cajas el ritmo marcan de latidos.
Vuélvete a la pared. Están los sueños
exhumando el espectro. Rosas abren
por las trompas. Estallan las carcasas
de primavera, besos, huellas fulgen.
Duerme. El velorio sigue de las flautas,
pavanas para un tiempo ya difunto,
barraganía inútil del recuerdo.

 

Delfos

A Julio Aumente Martínez-Rücker

Alza la frente de almenados bucles
entre montañas, roto perfil póstumo,
cuyos cabellos negros como el bosque
carmena el lobo.

Alza la frente y vuelve tu mirada
al apagado astro de la tierra;
ningún augur dijo de tu ruina,
altiva Delfos.

Inertes aras tenazmente mudas
ocultan signos, amordazan lenguas,
mientras altos vigilan al acecho
feroces dioses.

¿Dónde tu voz? Carneros otomanos
gotearon su lardo por tus mármoles
y el exarca cubrió de joyas bárbaras
apoxiomenos.

Crecieron tus laureles para el cónsul,
el dux, el victorioso, los tiranos;
te asolaron sacrílegas pezuñas
del bestiario.

Olvido fue cerniendo las arenas.
Fugaz nube es la púrpura... Fielmente
el jaramago erige gualdas flautas,
hímnicos cantos.


¿Qué esperas del oráculo, Pablo García Baena,
si tu vida es recuerdo, tapiado columbario
donde un cadáver se deshace
celosamente embalsamado por ti de algalias olorosas
y están tus pasos numerados como un libro
que dudoso repasas a la lámpara
y donde sólo falta el colofón
y las exequias en final viñeta?
¿Qué intentas que te diga esa velada Pitia,
esa obstinada esperanza furiosa
que se remueve como alimaña entre el heno segado,
si para ti ya ha muerto el amor y los días
son naipes que abandonas de un juego ya perdido?
¿Qué haces en la noche de Delfos,
junto al abismo que arañan los olivos,
con el lejano pavés del mar sagrado
centelleante a la indecisa luna
y el canto de los alemanes de un tour
profanando la calma augusta de las piedras?
Si ya el aviso de la anocheciente corneja
sonó lóbrego
y Apolo huyó de ti llevándose la luz,
¿no será ésta la noche del balance,
noche de la balanza donde arrojes tus días,
los mortales obsequios oferentes,
solitario, pobre, triste, casi cincuenta años,
tímido, huraño, callado y sonriente
Pablo García Baena?
Despójate del íntimo pingajo,
del último jirón, tiernos harapos
enmadreciendo heridas, zarpas, gritos,
y avanza solo en noche hacia el enigma,
desnudo hacia la voz, al desolado
carril de tu destino. Miente, habla,
silente trípode.

 

Venecia

«Allí Venecia en el otoño adriático...»

P. G. B., Antiguo muchacho.

A Nadia Consolani

Allí Venecia en el otoño adriático
su veronés veneno verdeante,
su carnaval mojado desparrama,
reparte entre las manos del viajero
camisetas rayadas, bucentauros,
palomas ciprias hacia San Giorgio.
Llegan todos ansiosos: kodak, planos,
¡oh Venecia!,
tarjetas del albergo Paganelli.
Oros líquidos caen de los bulbos hinchados,
de las cúpulas tensas,
la corrupción nos acerca entre tus brazos náyades.
Chorreantes caballos patalean agónicos
los desteñidos bronces. Suena el tiempo
y te hundes, Venecia,
erizada de escamas como un reptil heráldico,
nos hundimos contigo en tu estancado páramo,
en ligeros pecados como música o lluvia,
frutales azafates donde bichean los vermes.
Se abrazan los tetrarcas en el pórfido,
presta la espada a la erosión del beso,
a la campana virgen del diácono.
Y te vuelves al mar, tu padre incestuoso
que te posee abierta, a la costumbre,
pintada actriz que sabe que el amor es moneda fugitiva,
vieja opulenta que fuiste Serenísima,
madre de usuras y mercaderías,
en tu diván de légamo y recuerdo.
Vuelves al mar. Por la Laguna Muerta
el cementerio flota como un ahogado oscuro,
barcazas de difuntos al olvido,
riada de sollozos alejándose:
Lord Byron, corazón de cornalina,
indumentos gofrados de Fortuny,
laureles dannunzianos,
rojas gemas al cuello de Desdémona,
Ana Karenina y su pamela paja
—niebla al fragor de la locomotora—:
«Usted puede arrastrar mi nombre por el lodo.»
Arrástranos contigo, cortesana del agua,
sueltos los ceñidores, los secretos,
cloacas engullendo últimas resistencias,
carmíneas lumbrerías del deseo.
Rige la podredumbre carnal con tu tridente,
caduceo florido, muslo, armiño encharcado,
mientras tus muros caen al liquen de los labios,
góticas cresterías hacia el fondo,
hacia el silencio, lecho, adormidera,
a tu fango de hastío y de sabiduría,
a tu esplendente fin inexorable,
Venecia.

 

Córdoba

A Carlos Castilla

«¿A quién pediremos noticias de Córdoba?»
Porque las piedras que amabas a la tarde han sido derribadas,
talados los cipreses y su claustro de salmos silencioso,
destruidos los arcos,
el capitel rodó sobre la ortiga
y los artesonados aplastaron blasones,
soberbia, yelmos, gules...
Corrió la lagartija sobre lises
y las manos falaces arrasaron vergeles,
enmudeció la esquila en la espadaña,
abatieron dinteles, picaron tracerías, hundieron hornacinas
y a la venta pusieron atauriques,
teselas, surtidores, plata ilustre de ofrendas
y cobraron monedas de la traición tus hijos,
subastaron tus lágrimas, oh madre,
patria mía.

No había más belleza en este mundo.
Por las calles de cal, cuando furtiva
ajena sombra iba enamorada,
incansable de sol a sol,
tejiendo el embeleso luna a luna,
telones de murallas, celosías
de altas clausuras,
palmas de sombra sobre tapias blancas,
era ya sólo amor el escenario,
la letanía armoniosa de los nombres:
Muro de la Misericordia, Alcázar Viejo,
Plaza de los Aguayos, Piedra Escrita,
Tesoro, Hoguera, Cidros, Mucho Trigo.
¿Qué ramos de tristeza los naranjos al cielo levantaban?
¿Qué soledad y sus arpas de relente
enfriaban heridas como joyas?
Fuentes cegadas, oigo vuestros caños por la memoria,
vivas gargantas sollozantes.
Palpo el mármol, los fustes, las verdinas
sobre bronces ecuestres. Aromas como anillos
ciñen nupcias, suben por galerías desvaídas:
jazmín morisco, lilas, ajedrea.
Edén siempre perdido,
concédeme el recuerdo y su llave de niebla.

Don Luis se alejó por la calleja,
el Duque miró el ángel dorado del ocaso,
volvió al baño Lucano y tus hijos
de la campiña fueron a trabajar a Düsseldorf.
Amarillas banderas
como présagas aves codiciosas
enlutaron terrazas. Usura y avaricia
la heredad repartieron destruyéndola,
dividieron tu duelo,
echaron suertes
sobre el solar patricio,
fonsque sophiae,
mientras te disfrazaban percalinas
para un siniestro carnaval turístico,
oh inmortal, eterna, augusta siempre,
oh flor pisoteada de España.

 

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