Óleo

(1958)

 

Ceniza

Al P. Gerardo de Jesús, C.D.

Otra vez tu ceniza, Señor, sobre mi frente...
Polvo soy que algún día volverá hasta tus plantas.
Polvo en la muerte y polvo ahora que aún vivo
perdido entre la arcilla blanda de tu universo.
Otra vez la ceniza ardiente como ascua
que estalla en el volcán de tu amor implacable,
lucha por derribar, por abatir en Vida
la altiva barbacana que levanta sus muros
en la ciudad confusa de mi alma.
Otra vez la ceniza llamando está en la puerta de mi frente
con arrullo o con látigo,
ahora que el deseo me asfixiaba en la sombra de su gran lirio negro,
ahora que en mi tacto se disipaba el mundo como un vaso quebrado,
un mundo donde abren sus corolas violentas los senos de las vírgenes,
un mundo que no cree en los antiguos dioses,
pero adorna su ara con verbena olorosa
y se engaña pensando que el viento entre la hierba
es la pezuña ágil del sátiro que baila.
Pero has llegado Tú, y aunque es primavera he de cerrar los ojos.
No podré recordar ni siquiera estos días
tibios y embriagadores como un vino vertido de turbadoras ánforas
y de todo mi cuerpo ahuyentaré aquel vaho que me ahoga,
el humo sofocante de una mirada
que arde con la llama azul de los espinos quemados en la sierra,
cuando el pastor descansa su cabeza en el báculo.
Y mis manos, que se placían en el halago dulce de los azahares,
que se ataban a otras manos
como se atan en la canastilla de la Purificación la paloma o la tórtola,
podrán sólo enlazarse a la espiga, a la llaga,
acariciar la moneda que se da a los mendigos cuando nadie nos mira,
crisparse sobre la madera del confesionario
cuando, rodilla en tierra, los labios van alzando las cortinas del alma;
o subir como llamas implorantes hasta tu cielo,
como lenguas rosadas de aquellos animales
que en el circo lamían la sandalia del mártir.
Subirán a tu cielo como el perro que teme
y confía y se arrastra delante de su amo,
subirán a tu cielo suplicando que anegues
en tu ceniza viva todo incendio que se levante en mí
y que tu lava arrase mis mármoles paganos,
la púrpura soberbia de mis templos,
los plintos florecidos de mis deseos,
aun cuando en las almenas de las torres
haya arqueros que apresten contra Ti sus aljabas
y la sangre hierva por mi cuerpo
como un hormiguero aplastado en el camino.

 

Día de la ira

Desnúdame, no tengo ya otra cosa.
El labio casi helado de besar tanta muerte.
Sájame la mirada, deja el ojo sin lágrimas
como una carne mísera, tibia para las moscas.
Sobre tu piedra estoy, no vencido, ligado:
hiere y al turbio caño de la sangre el impuro
animal de vagido caliente perezca,
pues que amó la carne y su comercio
y fue carnal el llanto para él, como un miedo
cobarde de pichones en las manos
y la oración un pétalo manchado entre los dientes.
Raspa, rae de mi lengua su nombre, si aún tienes
en el día del rigor panales de dulzura
y opera con tu largo bisturí de clemencia
el corazón, la entraña que no tuvo cansancio
ni olvido en el sopor del vino y de las noches
y que implacablemente perseguías
por las angostas calles de la antigua tristeza.
Rebana de los dedos su urdimbre de caricias
y deja que mis manos palpen ciegas y ajenas
la larga tela fría del desengaño.
Inerme sobre el mármol escucho el viento tuyo
de las trompas alzadas a la luna postrera,
cuando el ángel apaga la lucerna del tiempo
y remueve las vendas,
el sombrío aposento de las urnas,
el agujero oscuro, el cenotafio...
Porque desnudo estoy ante ti y te temo.

 

Copyright © Pablo García Baena

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